El que quiere, puede!!

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Explico para las visitas de qué se trata todo.
Siempre me gustó guardar, registrar, conservar. Así me veo hoy con una gran cantidad de material único y preciado. El blog me permite, por un lado guardarlo en lugar seguro y por otro compartirlo con otras personas.Lo reformo y completo constantemente, agrego secciones y me divierto mucho.
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Bienvenidos a mi lugar, vuelvan pronto.



14/11/08

Acerca de Roderer de Guillermo Martínez

Sólo los dos primeros capítulos, los encontré en algún lugar de internet.
Como me dejó con muchas ganas, compré el librito, que es pequeño, barato y muy bueno.
Que lo disfruten.

CAPÍTULO UNO

Vi a Gustavo Roderer por primera vez en el bar del Club Olimpo, donde se reunían a la noche los ajedrecistas de Puente Viejo.
El lugar era lo bastante dudoso como para que mi madre protestara en voz baja cada vez que iba allí, pero no lo suficiente como para que mi padre se decidiera a prohibírmelo. Las mesas de ajedrez estaban en el fondo; eran apenas cinco o seis, con el cuadriculado tallado en la madera; en el resto del salón se jugaba al siete y medio o a la generala en rondas apretadas y tensas desde donde llegaba, más amenazante a medida que avanzaba la noche, la seca detonación de los cubiletes y las voces que se alzaban para pedir ginebra.
Por mi parte, como estaba convencido de que los grandes ajedrecistas debían mantenerse orgullosamente apartados de todo lo terreno, miraba en aquel mundo ruidoso con un tranquilo disgusto, aunque no dejaba de molestarme –y de arruinar mi satisfecha superioridad moral– que este rechazo mío coincidiera con los argumentos virtuosos de mi madre.
Más perturbador me resultaba descubrir que los dos mundos no estaban del todo separados; me habían señalado entre esas mesas de juego a muchos de los que habían sido alguna vez los ajedrecistas más notables del pueblo, como si una fascinación irresistible, una oscura inversión de la inteligencia, arrastrara hacia allí tarde o temprano a los mejores.
Yo había visto luego a Salinas, que era a los diecisiete años el primer tablero de la provincia, quedarse poco a poco del otro lado, y me juré entonces que a mí no me ocurriría lo mismo.
La noche que conocí a Roderer tenía como plan reproducir una miniatura del Informador y jugar tal vez un par de partidas con el mayor de los Nielsen.
Roderer estaba de pie junto a la barra, hablando con Jeremías, o, mejor dicho, el viejo le hablaba mientras alzaba unos vasos a la luz y Roderer, que ya había dejado de escucharlo, miraba el rápido giro del repasador, el vidrio que resplandecía brevemente en lo alto, con esa expresión ausente con que podía apartarse de todo en medio de una conversación.
Apenas me vio Jeremías me hizo una seña para que me acercara.
–Este muchacho –me dijo– parece que se queda a vivir acá. Anda buscando con quién jugar. Roderer había salido a medias de su ensimismamiento; me miró un poco, sin demasiada curiosidad.
Yo, que en esa época tendía mi mano sin dudar, porque este saludo de hombres, digno y distante, me parecía una de las mejores adquisiciones de la adolescencia, me contuve y sólo dije mi nombre: había algo en él que parecía desanimar el menor contacto físico. Nos sentamos en la última mesa. En el sorteo de color me tocaron las blancas. Roderer acomodaba sus piezas con mucha lentitud; supuse que apenas sabría jugar y como había visto por uno de los espejos que Nielsen acababa de entrar abrí con peón rey, con la esperanza de liquidar aquel asunto en un gambito. Roderer pensó durante un momento largo, exasperante, y movió luego su caballo rey a tres alfil.
Sentí una desagradable impresión: desde hacía algún tiempo yo estaba estudiando justamente esta linea, la defensa Alekhine, para jugarla con negras en el Torneo Abierto Anual. La había descubierto casi por casualidad en la Enciclopedia; de inmediato todo en esa apertura me había causado admiración: aquel salto inicial del caballo, que parecía a primera vista una jugada extravagante, o pueril; el modo heroico, casi despectivo, con que las negras sacrifican desde el principio lo más preciado en una apertura–la posesión del centro–a cambio de una lejana y nebulosa ventaja posicional y sobre todo, y esto es lo que me había decidido a estudiarla a fondo, el hecho de que fuera la única apertura que las blancas no pueden rehusar ni desviar a otros esquemas. Por supuesto, nadie la conocía en Puente Viejo, donde se jugaba la Ruy López, o la Defensa Ortodoxa, o, a lo sumo, alguna Siciliana; yo la reservaba celosamente a la espera del torneo.
Y de pronto, delante de todos, ese recién llegado la jugaba contra mí. Claro que todavía era posible–y preferí creer esto–que el salto de caballo sólo fuese una jugada torpe, de novicio. Avancé mi peón rey y Roderer volvió a pensar demasiado antes de desplazar su caballo a cuatro dama.
Esto se repitió en las jugadas siguientes: yo desarrollaba puntualmente la variante de la Enciclopedia y Roderer se demoraba cada vez en responder pero elegía al fin la contestación correcta, de modo que me era imposible decidir si conocía la apertura o sólo tenía una especie de intuición afortunada que se desmoronaría en el primer ataque serio.
Poco a poco íbamos soltando las últimas amarras; nos internábamos en esa tierra de nadie, más allá de los primeros movimientos, en donde empieza de verdad el juego; apenas sentía ahora los ruidos, como si en algún momento se hubiesen amortiguado; las mesas de naipes, llenas de humo, me parecían fantásticamente lejanas y aun los que se habían acercado a mirar la partida, esas caras tan conocidas, todo se me hacía vago y distante, como cuando se nada desde la playa mar adentro. Volví entonces a mirar a Roderer.
Sé que hubo luego mujeres en el pueblo que penaron por él; sé que mi hermana lo amó con desesperación. Tenía el pelo castaño, con una mata que le caía cada tanto sobre la frente; aunque me daba cuenta de que no debía ser mayor que yo, sus rasgos parecían acabados, como si hubiesen adquirido a la salida de la infancia su forma definitiva, una forma que no se correspondía de todos modos con ninguna edad determinada. Los ojos eran oscuros; había en ellos una fulguración que a simple vista pasaba inadvertida, una luz remota que–me di cuenta luego–siempre estaba ahí, como si la mantuviese encendida en una paciente vigilia; cuando desde afuera algo o alguien los solicitaban, se animaban bruscamente y miraban con una penetración honda, casi amenazante, aunque esto duraba sólo un momento, porque Roderer los desviaba de inmediato, como si tuviera conciencia de que su mirada incomodaba. Sus manos, sobre todo, llamaban la atención y sin embargo, ni durante la partida, pese a que las vi desplazarse una y otra vez sobre el tablero, ni luego, en las diferentes ocasiones en que conversamos, conseguí determinar qué había de particular en ellas.
Mucho después, en uno de los pocos libros que quedaron de su biblioteca, leí el párrafo de Lou Andreas-Salomé sobre las manos de Nietzsche y me di cuenta de que las manos de Roderer, simplemente, debían ser bellas.
De la partida no recuerdo ya todos los pormenores; recuerdo sí mi desconcierto y mi sensación de impotencia al advertir que Roderer neutralizaba uno tras otro todos mis ataques, aun los que yo creía más agudos. Jugaba de un modo extraño; apenas registraba mis movimientos, como si pudiera desentenderse de cuáles fueran mis maniobras; sus jugadas parecían inconexas, erráticas: ocupaba alguna casilla lejana o movía una pieza intrascendente, y yo podía avanzar hasta cierto punto en mis planes, pero pronto me daba cuenta de que la posición de Roderer, mientras tanto, por alguna de aquellas jugadas, era ahora ligeramente distinta, un cambio casi imperceptible, pero suficiente para que mis cálculos perdieran sentido. ¿No fue después también así, en el fondo, toda mi relación con él? Un duelo en el que yo era el único contendiente y sólo conseguía dar golpes en falso. Esto era tal vez lo más curioso: Roderer no parecía dispuesto a ningún contraataque, ninguna amenaza visible pesaba sobre mis piezas y sin embargo yo no dejaba de sentir ante cada una de esas jugadas incongruentes una sensación de peligro, el presentimiento de que iban configurando algo cuyo sentido se me escapaba, algo sutil e inexorable.
El juego, al cabo del tiempo, se había trabado más y más: todas las piezas estaban todavía sobre el tablero. En algún momento había visto a Salinas de pie junto a la mesa, con su copa en la mano; mientras bebía se le formó a medias una sonrisa sardónica que aún le duraba cuando lo llamaron para su turno en los dados. Vi luego irse a Nielsen; me saludó desde la puerta con un gesto que no entendí. El salón se despoblaba de a poco; Jeremías daba vuelta las sillas sobre las mesas vacías. Ahora era yo el que pensaba largamente cada nuevo movimiento; había enfilado mis piezas contra uno de los peones, un peón lateral. Este último ataque, como todos los anteriores, se me revelaba inútil: el peón que había creído débil y aislado aparecía en cada réplica más protegido, hasta volverse inaccesible. De todos modos yo seguía trayendo y sumando en lentas evoluciones mis piezas más lejanas, no porque guardara alguna esperanza sino porque estaba demasiado exhausto como para intentar nada nuevo.
Inesperadamente, cuando había logrado reunirlas a todas, Roderer avanzó una casilla el peón y su dama quedó enfrentada a la mía. Sentí un frío sobresalto; aquello era, aquello que tanto había temido estaba por suceder. Eché una mirada a la nueva posición: el cambio de damas que proponía Roderer arrastraría, por el encadenamiento que yo mismo había provocado, la liquidación de todas las demás piezas. No conseguía sin embargo figurarme cómo quedaría luego el tablero. Podía imaginar cinco, seis jugadas más adelante, pero no lograba ir más allá. No había tampoco ningún sitio adonde pudiera retirar mi dama: el cambio era forzado. Esto al menos me liberaba de seguir pensando. Las piezas fueron cayendo disciplinadamente, una por bando; hacían un ruido seco al entrechocar y quedaban luego fuera del tablero. ¿Cuántas jugadas, me preguntaba con incredulidad, había podido anticipar él?
Vi al fin, en el tablero desierto, de qué se trataba: el peón que me había empeñado en atacar estaba libre y ahora avanzaba otra casilla. Miré en busca de mis propios peones, conté con desesperación los tiempos. Era inútil: Roderer coronaba, yo no.
Abandoné. Mientras me levantaba miré la cara de mi rival: esperaba encontrar, creo, uno de esos gestos que yo no podía reprimir cuando ganaba, un brillo de satisfacción, una sonrisa mal disimulada. Roderer estaba serio, desentendido de la partida; se había abotonado el abrigo, una especie de gabán azul oscuro, y dirigía a la puerta una mirada inquieta. Tenía una expresión indecisa y a la vez irritada, como si estuviera debatiendo consigo mismo un problema mínimo, una cuestión estúpida que sin embargo no lograba resolver. Habíamos quedado en el salón únicamente nosotros dos; lo que no conseguía decidir, me di cuenta, era si debía esperarme para que saliéramos juntos o podía despedirse inmediatamente y marcharse solo. Conocía bien ese tipo de tormento, pero había creído hasta entonces que solamente yo lo sufría; la imposibilidad de elegir entre dos opciones triviales y absolutamente indiferentes, la horrible vacilación de la inteligencia que oscila de una a la otra y nada puede discernir, que argumenta en el vacío sin encontrar una razón decisiva mientras el sentido común se burla y la azuza: da lo mismo, da lo mismo.
Qué desconcertante me parecía encontrar en otro, y de un modo mucho más intenso, los signos de ese mal que tal vez fuera ridículo pero que yo había considerado hasta entonces mi posesión más exclusiva.
–Ya voy–dije para rescatarlo.
Asintió con gratitud. Le devolví a Jeremías la caja con las piezas y lo alcancé en la escalera. Cuando salimos le pregunté dónde vivía; era una de las casas detrás de los médanos; podíamos caminar una cuadra juntos.
Ya se acababan las vacaciones y el aire tenía ese frío premonitorio, desconsolador, de los primeros días de otoño. Los veraneantes se habían ido; el pueblo estaba otra vez vacío y silencioso. Roderer escuchaba el rumor lejano del mar; no parecía dispuesto a volver a hablar. Ladraron de pronto unos perros al costado del camino. Me pareció que a mi lado Roderer se ponía tenso y trataba de ubicarlos en la oscuridad.
–Hay muchos perros sueltos aquí–dije–: la gente los abandona después de la temporada. Roderer no hizo ningún comentario. Le pregunté a cuál colegio pensaba ir.
–No sé.–Lo dijo con un tono grave y cortante, como si fuese una cuestión que le hubiera traído ya demasiados problemas y quisiera apartarla de sí.
–Igual, no hay mucho para elegir; está el Mariano Moreno, donde voy yo, o si no el Don Bosco. Roderer negó con la cabeza.
–No sé si voy a ir al colegio –dijo.

CAPÍTULO DOS

Según lo que recuerdo Roderer fue al Mariano Moreno durante menos de tres meses; ya no estaba cuando entregaron el primer boletín y no figura tampoco en la foto anual de la división, que se tomaba en julio.
Desde que apareció en el aula, en el disgusto con que parecía llevar el blazer, en el nudo descuidado de la corbata, en la expresión hosca y reconcentrada con que se sentó sin mirar a nadie, sin querer ver nada, en todo se notaba que cualquiera fuese la batalla que libraba en su casa, había sido derrotado, o bien–y después de conocer a su madre esto me pareció lo más posible– había vencido quizás en los argumentos, esa victoria transitoria que suelen conceder las mujeres, pero le había sido arrancada luego con ruegos y lágrimas una promesa que ahora, penosamente, trataba de cumplir.
A mí su llegada no me produjo alarma, sino más bien cierto alivio: es verdad que se me consideraba el mejor alumno de la división pero no era tan necio, ni siquiera entonces, como para creer que eso significara gran cosa; y como mis compañeros me hacían pagar bastante duro mis calificaciones, hubiera estado muy dispuesto a ceder mi posición. Pronto me di cuenta de que Roderer no tenía ningún interés por disputármela. A partir del segundo día dejó de prestar atención a lo que decían los profesores y se dedicó sólo a leer, ajeno a todo; a leer de un modo absorto, poseído, como si las horas de clase del día anterior hubieran significado una interrupción grave que no podía volver a permitirse. Traía los libros en un portafolios grande de cuero, con fuelles a los costados; su banco estaba cerca del mío y yo podía ver cómo los sacaba a medida que avanzaba la mañana, sin preocuparse de que se fueran amontonando sobre el pupitre. Eran libros siempre distintos, libros de las disciplinas más diversas, como si Roderer estuviera lanzado al mismo tiempo sobre todo: filosofía, arte, ciencia, historia. Casi nunca empezaba por el principio; los hojeaba hacia adelante o hacia atrás y cuando daba con un párrafo que le interesaba podía quedarse abismado allí indefinidamente, hasta que parecía recordar alguna otra cosa, y buscaba en el portafolios y sacaba a la luz un nuevo libro. Yo, que acababa de leer La náusea, me preguntaba al principio si Roderer no sería como aquel personaje ridículo, el Autodidacto, que se proponía hacer manos a la obra por orden alfabético con toda la biblioteca de Bouville. Pero esa familiaridad con que se desplazaba de libro en libro y la rara precisión con que buscaba y encontraba, sólo podían significar una cosa: que ya los había leído a todos, quizá más de una vez, y que ahora volvía sobre ellos en busca de algo definido, algo que a mí, en el desorden de títulos, me resultaba imposible descifrar. Vi, subrayados y llenos de anotaciones, los dos volúmenes de la Lógica de Hegel, que yo una vez había tratado en vano de empezar; vi una Divina Comedia en italiano, con unos dibujos sombríos y terribles. Vi libros que sólo mucho después supe de qué trataban y otros que eran como dolorosos destellos, demasiado lejanos, libros que, lo presentía, siempre iba a desconocer.
Cada tanto–noté–Roderer llevaba también alguna novela, aunque–y de esto me di cuenta con cierto malestar–las dejaba para leer en el patio, durante los recreos. ¿Debo decir lo humillante que era para mí, que aparte de ajedrecista me proponía ser escritor y creía haber leído más que cualquier otro a mi edad, ver sobre ese banco libros ante los cuales había retrocedido, libros que amargamente había dejado para más adelante o aun títulos y autores que ni siquiera conocía? Había sin embargo una humillación peor: de acuerdo con un trato al que había llegado con mi hermana, a cambio de cierta averiguación que ella me haría con una de sus amigas, yo debía contarle a la salida del Colegio, cuando nos íbamos a fumar juntos a la playa, todo lo referido al "nuevo". Nunca había, por su puesto, demasiado que decir, pero la curiosidad de Cristina era infatigable y cuando desesperaba de sonsacarme nada más me hacía repetir los títulos de los libros que había llevado Roderer y me preguntaba luego de qué trataba cada uno. Yo improvisaba teorías aproximadas y hacía equilibrios de imaginación para salir del paso, pero a veces no me quedaba otro remedio que confesar que no sabía. Esto parecía darle a ella una alegría incomparable; me miraba con incredulidad, abría los ojos, maravillada, y sin poder contenerse me decía, muerta de risa: ¡Es más inteligente que vos!
Los profesores tardaron en reaccionar más de lo que yo esperaba; tal vez–pienso ahora–la madre de Roderer hubiera hablado con ellos para que le tuvieran paciencia el primer tiempo. Sólo el doctor Rago, cuando paseaba entre las filas, se detenía a veces delante de su banco. Rago nos daba la clase de Anatomía. Tenía fama de ser la persona más culta de Puente Viejo y se lo había considerado en un tiempo un médico casi milagroso, pero le habían prohibido el ejercicio de la medicina luego de un incidente desgraciado en que se lo acusó de haber operado bajo la acción de una droga. Desde entonces se ganaba a duras penas la vida dando clases en el Colegio y su humor se había ensombrecido más y más: daba la impresión de un hombre que estuviera ya fuera del mundo, que hubiera abjurado de todo y sólo mantuviese vivo un resto amargo de su inteligencia. Más que sus sarcasmos, a mí me atemorizaba la impunidad que tenía sobre las palabras, la tranquilidad impávida con que podía pasar de un término científico a una palabra escatológica o directamente obscena. Cuando entraba en el aula bastaba que pronunciara el título de la clase para que se hiciera un silencio inquieto y temeroso.
Teratomas. Del griego teratos: monstruo . Un nombre bastante injusto, son tumoraciones de células embrionarias, no pueden ser más monstruosas que nosotros mismos. Prefieren por lo general los lugares húmedos y cálidos– alzaba entonces un brazo–: una axila, por ejemplo. Con el tiempo crecen, como cualquier buen tumor. Y cuando chocan contra un hueso empiezan a roerlo. Entiéndase bien: es un desgaste lentísimo, que dura meses enteros. Son perforaciones infinitesimales, microfracturas absolutamente inaudibles. Y sin embargo es común que el paciente escuche por la noche el ruido característico de la masticación. Crunch, crunch. Algo me está comiendo el hueso, dicen a la mañana y al principio, por supuesto, nadie les cree. Cuando llegan al hospital y se los arrancan, pueden pesar hasta un kilo. Tienen el tamaño de un pomelo; con formación capilar, un ocelo, o los dos, piezas dentarias. ¿Se entiende?–y paseaba una mirada impasible por los bancos–. Ojos, pelos, dientes: un feto a medio hacer, bajo el sobaco.
Cuando nos dictaba recorría las filas con las manos en la espalda y al llegar al banco de Roderer siempre se interrumpía, como si fuera el momento de su diversión.
–¿A qué se dedica hoy nuestro Louis Lambert¿ Pero qué bien: Las flores mágicas, de mi ilustre antecesor. El intrépido muchacho se interna ahora en las delicias de la horticultura.
Hubo un día, sin embargo, en que tuvo un extraño gesto de emoción; había alzado un libro muy antiguo que Roderer tenía casi siempre sobre el banco, un libro con las letras de la tapa despintadas. Rago lo abrió con la expresión a medias sorprendida y a medias admirada de quien vuelve a ver algo que creía perdido para siempre.
–Bueno, bueno: el Fausto de Goethe, en la edición renana.–Y aunque su voz recobró el timbre irónico sonaba curiosamente velada.–Así que también sabemos alemán... Eso está muy bien: conviene escuchar al Diablo en su idioma natal.–
Volvió las páginas y pronunció en voz alta:
Grau, teurer Freund, ist alle Theorie. Und grun des lebens goldner Baum.
Dejó lentamente el libro sobre el banco.
–Sólo que no era verde el árbol de la vida, no por lo menos el verde rutilante, el verde festivo de la clorofila, sino en todo caso–dijo con amargura–el verde del moho subiendo por el tronco, el verde fungoso de la putrefacción.
Con todo, el doctor Rago no le dirigió nunca directamente la palabra; hablaba para la clase, sin mirarlo, o murmuraba para sí mismo. En realidad, la primera que intentó hablar con él fue la profesora de Literatura. Marisa Brun–ella insistía, con un énfasis cálido y apremiante en que la llamáramos simplemente Marisa–había estudiado Letras no en el Instituto de Puente Viejo sino en la Universidad del Sur. Tenía ojos azules, unos ojos intensos, rápidos, algo burlones, los ojos más perturbadores que yo haya visto, y unas piernas que mostraba bajo el escritorio con una despreocupada y feliz generosidad. Fácil, fácilmente, nos había enamorado a todos. En el primero de sus cambios había reemplazado la lectura obligatoria de El sí de las niñas por Verano y humo de Tennessee Williams y nos hacía leer los diálogos de Alma y John en parejas que formaba al azar. La chica que me tocó, recuerdo, se avergonzó tanto que no pudo seguir el parlamento. Marisa Brun, sin mirar el libro, dio la vuelta al escritorio y clavó en mí sus ojos irresistibles.
–¿Por qué no me dice nada? ¿Le ha comido la lengua el gato? Repetí, enrojeciendo, las palabras de John.
–¿Qué puedo decir, señorita Alma?
–Usted vuelve a llamarme "señorita Alma".
–En realidad nunca hemos franqueado ese límite.
Sentí entonces, sin atreverme a mirarla, que su mano rozaba mi cara torturada por el acné, y escuché el susurro de su voz.
–Oh, sí. ¡Estábamos tan próximos que casi respirábamos juntos!
Maravillosa mujer; era previsible, después de todo, que fuera ella la primera en hablarle, porque los acostumbrados a seducir, aun los más generosos, tienen este egoísmo de orgullo: el de no querer dejar a nadie fuera de su abrazo.
–Roderer–dijo un día, interrumpiendo una lectura, y volvió a pronunciar, en el silencio del aula, como un suave llamado–. Gustavo Roderer.
Roderer, sobresaltado, alzó la cabeza. Debía ser la primera vez que miraba verdaderamente a la mujer que tenía delante. Ella acentuó la sonrisa un poco más.
–Levántese, no tenga miedo–dijo, y a pesar del tono despreocupado, levemente irónico, noté que no había conseguido tutearlo, como hacía con todos.
Roderer se incorporó; no era demasiado alto y sin embargo, así, de pie, parecía dominarla; una vez más me causó impresión lo extraño que se veía en el aula. Ella se aproximó todavía un paso. –Señor Roderer: ¿piensa usted ignorarnos cruelmente el resto del año?–Y sonreía de un modo tan imperioso que cualquiera de nosotros se hubiera abalanzado para responder por él: ¡No! ¡No! Roderer, confundido, miró en torno; también a nosotros parecía vernos por primera vez. –¿O es que somos demasiado pueblerinos para usted?
–No, no es eso.
–¿Qué es, entonces?
Hubo otro silencio; Roderer se debatía angustiosamente, sin conseguir hablar.
–Es... el tiempo–dijo por fin–. No tengo tiempo–y como si hubiera dado por accidente con la única formulación posible repitió, con voz más firme–. No tengo tiempo.
–Ya veo: no es que nos desprecie; sólo que no tiene tiempo para nosotros.
Alguien rió y luego todos rieron. Roderer miró con un asombro dolorido el efecto que habían causado sus palabras, pero a Marisa Brun, creo, la venció el despecho, porque dijo todavía, para que lo abrumaran las carcajadas:
–Siéntese, por favor: no le hacemos perder más tiempo.
Cuando salimos al recreo, al dar vuelta en uno de los pasillos, prácticamente me choqué con él. Ya nos habíamos cruzado en otras ocasiones, pero esta vez me pareció bien hablarle. Le reproché, en broma, que no hubiera vuelto al Club para darme la revancha al ajedrez.
–Es que el ajedrez...–dudó, como si fuera a encogerse de hombros . Nunca me interesó demasiado. Era sólo un experimento; un modelo. En pequeña escala, por supuesto.
No alcancé a entender aquello, pero me sonó irritante, igual que cuando había dicho antes: No sé si voy a ir al colegio. El debería haber contemplado que el ajedrez podía ser importante para mí. No es que hubiera exactamente en sus palabras afectación, o pedantería; incluso había tenido casi una nota de modestia al reconocer que la escala era pequeña. Pero esta es sin duda la maldición de la inteligencia, que aun cuando se propone ser modesta resulta ofensiva. Por otro lado, me daba cuenta, sin Roderer como adversario aquel año podría ganar el Torneo Anual. Esto me hizo recobrar el buen humor. Mientras bajábamos la escalera hacia el patio miré la tapa del libro que Roderer llevaba bajo el brazo: era La figura en el tapiz. Me acordaba borrosamente de haberlo leído. Se lo dije y tuve la impresión de que se alegraba; me preguntó qué me había parecido . Traté inútilmente de hacer memoria: apenas recordaba algo del principio, el diálogo en que el escritor famoso desafía al crítico a descubrir la intención general de toda su obra, la figura formada por el conjunto de sus libros. Los demás personajes y el resto de la trama se me habían olvidado por completo; no conseguía recordar siquiera si me había gustado o no, pero decidí tomarme una pequeña venganza. Dije, en tono condescendiente, que el tema era interesante, pero que el estilo incurablemente evasivo de James había acabado por malograrlo. Roderer no pareció demasiado herido sino solamente algo extrañado.
–Es que hay que leerlo como un texto filósofico –dijo–. Es, en el fondo, como El camino a la sabiduría: absorberlo todo, rechazarlo todo y luego, olvidarlo todo.
Habíamos desembocado en el patio. Escuché desde una de las esquinas un murmullo de risas ahogadas. Mi hermana se había separado de su grupo de amigas y venía hacia nosotros. Sentí ese indefinible orgullo que me daba siempre mirarla: era verdaderamente bonita. Me preguntó algo que, por supuesto, no esperaba que yo respondiera.
–Bueno–me dijo, alzando hacia Roderer sus grandes ojos–: ¿no nos vas a presentar?
Dije los nombres y Cristina extendió a Roderer su cara como para que le diera un beso. Lo hizo de un modo absolutamente natural y encantador y Roderer, contagiado por aquel gesto, dio un paso para besarla, pero algo lo detuvo, como si lo hubiera aniquilado un pensamiento espantoso y se quedó inmóvil y aun retrocedió un poco. Hubo un momento de terrible incomodidad. Mi hermana sonrió con heroísmo.
–¿Ya no se dan besos en la ciudad?
El nos miró a los dos, consternado.
–Estoy enfermo–dijo.

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