El que quiere, puede!!

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Siempre me gustó guardar, registrar, conservar. Así me veo hoy con una gran cantidad de material único y preciado. El blog me permite, por un lado guardarlo en lugar seguro y por otro compartirlo con otras personas.Lo reformo y completo constantemente, agrego secciones y me divierto mucho.
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Bienvenidos a mi lugar, vuelvan pronto.



15/11/08

Cuando comen los leones de Wilbur Smith

Capítulo 1
I. NATAL

1
Un solitario faisán salvaje voló sobre la ladera de la colina, rozando casi en su vuelo la punta del pasto. Al llegar a la ci­ma plegó las alas, bajó las patas y aterrizó en busca de protec­ción. Desde el valle se le acercaban dos muchachos y un perro, el perro a la cabeza, con una lengua sonrosada que se le agitaba en un costado de la boca y los mellizos detrás, corriendo a la par. Los dos estaban empapados de sudor, que aparecía en manchas oscuras en sus camisas de color oliva, ya que el sol africano irradiaba aún calor, a pesar de estar suspendido a media asta en el cielo.
El perro percibió el olor del ave y esto le hizo detenerse, palpitante. Durante un segundo lo aspiró con ansia y de inmediato comenzó a rastrear. Trabajaba con rapidez, corriendo hacia adelante y hacia atrás, volviéndose al final de cada pista, con la cabeza pegada al suelo y tan sólo la espalda y la cola inquieta visibles por arriba del pasto parduzco. Los mellizos lo alcanzaron. Estaban jadeantes, pues habían debido trepar a toda velocidad el codo de la colina.
—Mantente a un costado, no te pongas en mi camino —dijo Sean, muy agitado, a su hermano. Garrick obedeció. Sean era más grande que él, doce centímetros más de talla y diez kilos de peso. Esto le daba derecho a mandar. Sean volvió a concentrar la atención en el perro.
-Busca, Tinker. Córrelo, chico.
La cola de Tinker respondió a las instrucciones de Sean, pero el perro no apartó la nariz del suelo. Los muchachos lo seguían, tensos de expectativa, esperando que el faisán levantara vuelo. Tenían preparados los palos que usaban como proyectiles y avanzaban con sigilo, un paso a la vez, tratando de contener la respiración. Tinker descubrió al ave acurrucada y casi plana en el suelo. Cuando dio el salto ladró por primera vez, y el faisán levantó vuelo, veloz y ruidoso, con su ruido característico al mover la maleza.
Sean arrojó el palo, pero erró el tiro. El faisán se apartó, arañando el aire con alas frenéticas. Garrick disparó a su vez. El proyectil subió girando y con un ruido sibilante hasta dar en pleno cuerpo del faisán gordo y dorado.
El ave cayó y al caer se le desprendieron plumas. Los mellizos corrieron a recogerlo. Delante de ellos, corría con las alas quebradas y los chicos lanzaron gritos de entusiasmo al perseguirlo. Sean llegó primero, le quebró el cuello y se detuvo, riendo fuerte, con él faisán tibio entre las manos, esperando que llegase Garrick.
—No hay duda de que le diste bien a éste —dijo, imitando el cacareo del ave.
Tinker daba saltos para olfatearlo y Sean se inclinó, soste­niéndolo contra la nariz del perro para que éste pudiera olerlo bien. Tinker hundió la nariz en el cuerpo, pero cuando intentó morderlo, Sean lo apartó y pasó la presa a Garrick, quien lo suspendió, junto con los otros, de su cinturón.
— ¿A cuánta distancia crees que estaba? ¿Unos quince metros? —le preguntó Garrick.
—Un poco menos -manifestó Sean-. Unos diez, diría yo.
—Pues yo creo que eran veinte, por lo menos. Creo que estaba más lejos que cualquiera de los que cazaste hoy. —El éxito volvió a Garrick más osado. La sonrisa se borró del rostro de Sean.
—¿Seguro? -preguntó.
— ¡Seguro! -repuso Garrick. Sean se apartó el pelo de la frente con el dorso de la mano. Era un pelo negro y sedoso que siempre le caía sobre los ojos.
— ¿Y ése que agarramos junto al río? Ése estaba al doble de distancia.
—¿Sí? -dijo Garrick.
— ¡Sí! —repitió Sean con aire belicoso.
—Bien, si eres tan bueno, como conseguiste errarle a éste, ¿eh? Tú tiraste primero. ¿Cómo fue que le erraste, eh?
El rostro ya congestionado de Sean se volvió sombrío y de pronto Garrick advirtió que había ido demasiado lejos. Retrocedió un paso.
— ¿Quieres apostar? —le preguntó Sean. No le resultaba muy claro a Garrick por qué quería apostar su hermano, pero por la experiencia pasada sabía que fuera cual fuere el conflicto, sólo cabía decidirlo por combate individual. Garrick rara vez ganaba apuestas a Sean.
—Es demasiado tarde. Será mejor volver a casa. Papá nos matará a palos si llegamos tarde a comer. —Sean titubeó y Garrick se volvió, corrió a recoger su palo y se puso en marcha en dirección a casa. Sean lo seguía al trote, pero en seguida lo alcanzó y lo pasó. Sean siempre dirigía todo. Probado ya en forma definitiva que tenía manifiesta superioridad en el arte de arrojar el palo de caza, Sean estaba dispuesto a ser magnánimo. Hablando por sobre el hombro, preguntó:
— ¿De qué color crees que será el potrillito de Gypsy? Garrick aceptó la oferta de paz con alivio y ambos entablaron una discusión amistosa sobre este y otros temas igualmente impor­tantes. No dejaban de correr. Con excepción de la hora en la cual se detuvieron en un lugar sombreado junto al río a asar y comer un par de sus faisanes, no habían cesado de correr en todo el día.
Arriba, en la meseta, el pasto se levantaba y caía bajo los pies de los muchachos cuando ellos trepaban las ondulaciones bajas y baja­ban a los valles. El pasto se movía con el viento. Era pasto alto hasta la cintura, pasto suave y seco del color del trigo maduro. A sus espaldas y a los costados estas extensiones de pasto se extendían hasta donde era posible ver, pero de pronto, se encontraron delante del acantilado. El terreno bajaba como una cascada, primero en forma brusca y luego en pendientes más suaves hasta transformarse en las llanuras de Tugela. El río Tugela corría a unos treinta kilómetros, a través de la llanura, pero ese día había un poco de niebla y no podían ver a gran distancia. Más allá del río, extendién­dose muy lejos hacía el norte y unos ciento sesenta kilómetros hacia el mar, estaba Zululandia. El río constituía la frontera. La superficie empinada del acantilado estaba surcada por profundas gargantas verticales en las cuales crecían malezas de color verde oliva.
Debajo, a unos tres kilómetros sobre la llanura estaba la casa de Theunis Kraal. Era una casa grande, con tejados en el estilo holan­dés, cubiertos con paja meticulosamente alisada. En el pequeño establo había caballos, muchos caballos, pues el padre de los mellizos era un hombre rico. El humo de la lumbre encendida para cocinar se levantaba y teñía el aire de azul en el sector de la servidumbre y se alcanzaba a oír apenas el rumor de alguien que hachaba leña.
Sean se detuvo en el borde del acantilado y se sentó sobre el pasto. Tomó con ambas manos uno de sus pies desnudos y polvo­rientos y se lo llevó hasta el muslo de la otra pierna. En la planta había un agujero del cual se había quitado una espina horas antes y que ahora estaba tapado con tierra. Garrick se dejó caer a su lado.
-Cómo te va a arder cuando mamá te ponga tintura de yodo allí —dijo Garrick complacido—. Tendrá que meterte una aguja para sacar la tierra. Te apuesto a que gritarás. ¡Te apuesto a que darás alaridos!
Sean ignoró el comentario. Con una hoja de pasto comenzó a escarbar dentro de la herida. Garrick lo observaba con interés. No podría haber habido un par de mellizos tan poco semejantes. Sean estaba adquiriendo ya las formas de un hombre. Los hombros se le ensanchaban y en lugar de la grasa del preadolescente aparecía músculo duro. Tenía una tez y colorido en general intensos: pelo renegrido, piel curtida de un bronce oscuro y ojos azules, del azul oscuro, azul índigo, de las sombras de las nubes sobre un lago de montaña.
Garrick era esbelto, con muñecas y tobillos finos, de mujer. Tenía el pelo de un tono castaño indefinido y algo ralo al llegar a la nuca, piel cubierta de pecas y el borde de los párpados y la nariz siempre enrojecidos a causa de una persistente alergia. No tardó en perder todo interés en la cirugía de Sean. Estiró una mano y jugó con una de las orejas colgantes de Tinker, lo cual quebró el ritmo del jadeo del perro. Dos veces tragó aire, y la saliva cayó de la punta de su lengua. Garrick levantó la cabeza y miró hacia la pendiente. Algo más abajo de donde estaban sentados se veía el comienzo de una de las gargantas cubiertas de arbustos. Garrick contuvo el aliento.
- ¡Sean, mira allá. .. junto al arbusto! —le temblaba la voz de excitación.
- ¿Qué hay? —preguntó Sean sorprendido. Y entonces lo vio.
-Ten quieto a Tinker. —Garrick aferró el collar del perro y lo obligó a volver la cabeza, para impedirle que oliese el animal y corriese detrás de él. — Es el inkonka más grande que he visto en mi vida —susurró.. Sean estaba demasiado absorto para responder.
El antílope africano se abría camino con cautela fuera de la protección de la espesura. Era un macho de gran tamaño, negro a causa de su vejez. Las manchas sobre el lomo estaban desteñidas como viejas manchas de tiza. Cuando irguió las orejas y sus cuernos en espiral quedaron verticales, a pesar de su tamaño casi igual al de un pony, avanzó con pasitos ligeros fuera de las matas. Se detuvo entonces, agitando la cabeza, alerta al peligro y por fin se alejó al trote y en diagonal colina abajo, hasta perderse dentro de otra de las gargantas. Por unos momentos los mellizos permanecieron inmóviles hasta que ambos exclamaron a la vez:
-¿Lo viste? ¿Le viste los cuernos?
Se levantaron de un salto, hablando rápidamente y Tinker se contagió de su entusiasmo. Comenzó a saltar en círculo alrededor de ellos, ladrando todo el tiempo. Después de los primeros instantes de confusión Sean logró controlarlos mediante el simple expediente de gritar más fuerte que nadie.
-Te apuesto que se esconde en la garganta todos los días, Apuesto que se queda allí todo el día y sale solamente de noche. Vamos a mirar.
Al decir esto Sean corrió colina abajo.
En el borde de la maleza, en un pequeño hueco de vegetación oscuro y fresco, cubierto por una alfombra de hojas muertas, encon­traron el escondite del animal. El suelo estaba pisoteado por sus pezuñas, había excremento y una depresión con la marca de su cuerpo donde había estado tendido. También se veía algunos pelos con los extremos grises sobre el lecho de hojarasca. Sean se arrodilló y recogió uno de ellos.
-¿Cómo haremos para atraparlo?
-Podríamos excavar un hoyo y ponerle unos palos con la punta afilada -propuso Garrick con entusiasmo.
-¿Quién cavará el hoyo? ¿Tú? —quiso saber Sean.
-Con tu ayuda.
-Tendría que ser un hoyo muy grande —dijo Sean, pensativo. Ambos callaron, mientras pensaban en el trabajo que implicaría preparar una trampa de este tipo. Ninguno de los dos volvió a mencionar la idea.
-Podríamos traer a los otros chicos de la aldea y hacer una cacería con palos -dijo Sean.
-¿Cuántas cacerías hemos hecho con ellos? Creo que cientos de ellas y nunca pudimos sacar ni siquiera un pobre cerdo salva­je... para no hablar ya de un antílope,—Después de una breve pausa, Garrick prosiguió:— Además, ¿no recuerdas lo que le hizo a Frank Van Essen ese antílope? ¡Cuando terminó de cornearlo, hubo que volver a meterle las tripas dentro del vientre!
-¿Tienes miedo? —preguntó Sean.
-Nada de eso! —repuso Garrick, indignado y rápidamente añadió-. Fíjate, es casi de noche. Será mejor correr.

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