El que quiere, puede!!

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Siempre me gustó guardar, registrar, conservar. Así me veo hoy con una gran cantidad de material único y preciado. El blog me permite, por un lado guardarlo en lugar seguro y por otro compartirlo con otras personas.Lo reformo y completo constantemente, agrego secciones y me divierto mucho.
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Bienvenidos a mi lugar, vuelvan pronto.



19/11/08

El juego de Gerald de Stephen King

Esto es el principio. No se imaginan lo que viene después. El horror más escalofriante, no es tanto el terror como el horror. Monstruoso. Te hará erizar y sudar...


hará Jessie oía el ligero e irregular batir de la puerta trasera, im­pulsada por el viento de octubre que envolvía la casa. La jamba se hinchaba siempre al llegar el otoño y había que dar un tirón realmente enérgico para que la puerta quedase bien cerrada. En aquella ocasión, se les había olvidado. Pensó en decirle a Gerald que fuese a encajarla como era debido antes de que se metieran en harina o de que aquel repiqueteo acabase por volverles locos. Luego se le ocurrió que eso resultaría de lo más ridículo, dadas las circunstan­cias. Destrozaría todo el encanto.
«¿Qué encanto?»
Ésa era una buena pregunta. Y cuando Gerald introdujo la tija del llavín en la segunda cerradura, cuando oyó el leve chasquido metálico por encima de su oreja izquierda, Jessie comprendió que, al menos para ella, el encanto era algo que ya no merecía la pena preservar. Precisamente por eso se había dado cuenta, para empezar, de que la puerta no estaba bien cerrada. El hechizo, la excitación sexual de aquellos juegos de amo y esclava no duró mucho para Jessie.
Sin embargo, no podía decirse lo mismo respecto a Ge­rald. En aquel momento sólo llevaba encima unos pantalo­nes cortos «Jockey» y Jessie no tuvo más que alzar la vista hasta su rostro para percatarse de que el interés de Gerald se mantenía firme.«Esto es una estupidez», pensó Jessie, pero todo aquel asunto, no sólo era estúpido. También resultaba un poco pavoroso. No le gustaba reconocerlo, pero era así.
—Gerald, ¿por qué no nos olvidamos de esto?
El hombre titubeó un segundo, ligeramente fruncido el entrecejo, y luego cruzó el dormitorio y se llegó al tocador situado a la izquierda de la puerta del cuarto de baño. Se le iluminó un poco el semblante. Jessie le observó desde la cama, donde estaba echada, con los brazos levantados y ex­tendidos, lo que la confería cierta apariencia de Fay Wray encadenada y a la espera del gran simio de King Kong. Te­nía las muñecas sujetas a las columnas de caoba de la cama mediante sendas esposas. La cadena de los grilletes permiti­rían a cada una de las manos un movimiento de unos quin­ce centímetros. No gran cosa.
Gerald dejó las llaves encima del tocador —dos chasqui­dos apenas perceptibles, pero el oído de Jessie parecía ex-cepcionalmente agudo para tratarse de un miércoles por la tarde— y regresó junto a Jessie. En la blancura del alto techo de la alcoba, por encima de la cabeza de Gerald, se reflejaba el baile sinuoso de las ondulaciones que el lago dibujaba en su superficie.
—¿Qué te parece? Para mí, esto ha perdido una barbari­dad de su encanto.
Prudentemente, Jessie se abstuvo de añadir: «Y lo cierto es que, para empezar, nunca tuvo mucho».
Gerald esbozó una mueca. Tenía un rostro ancho, de piel rosácea, bajo una cabellera negra como el azabache y cuyas entradas laterales hacían que el pelo rematase en punta sobre la frente. Aquella mueca de Gerald, que no lle­gaba a sonrisa, tenía algo que a Jessie no le gustaba. No po­día determinar qué era ese algo, pero...
«Ah, claro que puedes determinarlo. Le da aspecto de estúpido. Una se percata de que su coeficiente intelectual desciende diez puntos por cada dos centímetros y medio que se amplía la sonrisa. En la extensión máxima de lamueca, este precioso abogado de empresas tuyo parece un portero que acaba de salir con permiso del instituto mental del pueblo.»
Era cruel, pero no del todo inexacto. Claro que, ¿cómo iba una a decirle al esposo con el que lleva casada cerca de veinte años que cada vez que pone esa mueca en sus labios da la impresión de que sufre un ligero retraso mental? La respuesta a esa pregunta era evidente, desde luego: una no se lo decía y en paz. La sonrisa de Gerald era una cuestión completamente distinta. Su sonrisa resultaba encantadora... Jessie suponía que fue aquella sonrisa, tan afectuosa y ale­gre, lo que la animó a empezar a salir con él. Le había re­cordado la sonrisa de su padre cuando, en familia, contaba las anécdotas divertidas de la jornada mientras bebía la tó­nica con ginebra previa a la cena.
Pero aquello no era la sonrisa. Era la «mueca», una ver­sión de la sonrisa que Gerald parecía guardar exclusiva­mente para aquellas sesiones. Jessie tenía la idea de que, para Gerald, que estaba dentro de ella, la mueca equivalía a sentirse cruel. Despiadado, quizá. Sin embargo, desde don­de ella le miraba, tendida allí, con los brazos alzados por encima de la cabeza y cubierta nada más que por la pieza inferior del bikini, a Jessie le parecía simplemente idiota. No, mejor dicho... retrasado. Después de todo, no era nin­gún temerario aventurero, como los que aparecían en las revistas masculinas sobre las que había proyectado los des­ahogos furibundos de su solitaria pubertad de adolescente gordinflón; era un abogado de cara rosácea y demasiado grande, coronada por una cabellera rematada en punta y que decrecía implacablemente hacia la calvicie total. Sólo un abogado cuya erección deformaba la parte delantera de los pantalones cortos. Bueno, la deformaba pero sólo un poco.
Sin embargo, las proporciones de la erección no eran lo importante. Lo importante era la mueca. No se había altera­do lo más mínimo, lo cual significaba que Gerald pasó por alto las palabras de Jessie. Se daba por supuesto que la mu­jer tenía que protestar; al fin y al cabo, eso formaba parte del juego.
—¿Gerald? Hablo en serio.
La mueca se amplió. Aparecieron a la vista unos centí­metros más de su pequeña e inofensiva dentadura de juris­consulto; su coeficiente intelectual descendió veinte o trein­ta puntos. Y continuó sin hacer caso a Jessie.
«¿Estás segura?»
Lo estaba. No podía leer en él como en un libro abierto —parece que se precisan más de veinte años de matrimonio para alcanzar ese punto—, pero pensaba que, normalmente, solía tener una idea bastante acertada de lo que pasaba por la mente de Gerald. Jessie creía que, de no tener esa idea, estaba expuesta a recibir algún golpe bastante serio.
«Si eso es verdad, querida, ¿a qué se debe el que él no pueda leer en ti? ¿Cómo es que no se da cuenta de que ésta no es simplemente una escena nueva de la misma vieja far­sa de sexo?»
Le tocó a Jessie el turno de enarcar las cejas ligeramente. Siempre había oído voces dentro de su cabeza —sospecha­ba que eso le ocurría a todo el mundo, aunque por regla general la gente no hablaba de ello, como tampoco hablaba de sus funciones intestinales— y la mayoría de esas voces eran viejas amistades, tan confortables como las zapatillas que se usan para saltar de la cama. Ésta, sin embargo, era nueva... y no tenía nada de confortable. Se trataba de una voz fuerte, de sonido joven y vigoroso. Y también parecía cargada de impaciencia. Volvió a oírla, en respuesta a su propia pregunta.
«No es que él no pueda leer en ti; es que a veces, queri­da, no quiere hacerlo.»
—Gerald, de verdad... no me apetece. Anda, coge otra vez las llaves y suéltame. Haremos otra cosa. Me pondré en­cima, si lo deseas. O puedes quedarte tendido, con las ma­nos en la nuca y te dedicaré, ya sabes, el otro numerito.«¿Estás segura de que quieres hacer eso?», preguntó la nueva voz. «¿Estás segura de que quieres tener relación sexual de algún tipo con este hombre?»
Jessie cerró los ojos como si al apretar los párpados si­lenciara aquella voz. Cuando volvió a abrirlos, Gerald se en­contraba a los pies de la cama, con la parte delantera de los pantalones cortos descollando como la proa de un barco. Bueno... como la de un barquito de juguete infantil. La mue­ca se había ensanchado más y dejaba a la vista las últimas piezas —las de los empastes de oro— de los lados. Jessie comprendió que no es que le desagradara aquella mueca tonta; es que la despreciaba.
—Te dejaré incorporarte... si eres muy, muy buena. ¿Vas a ser pero que muy muy requetebuena, Jessie?
«Mal asunto», comentó la avisada voz nueva. « Tres malo.»
Gerald engarfió los pulgares en la cintura de los calzon­cillos como un absurdo pistolero. Los «Jockies» se fueron abajo con bastante rapidez en cuanto dejaron atrás el tam­poco insignificante mango carnal. Y allí estaba, al aire. No era la formidable máquina de amor que, de quinceañera, Jessie encontró en las páginas de Fanny Hill, sino un cilin­dro manso, rosado y circunciso; doce centímetros y medio de erección absolutamente vulgar. Dos o tres años atrás, en uno de sus infrecuentes viajes a Boston, Jessie había visto una película titulada El vientre de un arquitecto. Pensó: «Muy bien. Y ahora estoy mirando "El pene de un aboga­do"». Tuvo que morderse la parte interior de los carrillos para no echarse a reír. Prorrumpir en carcajadas en aquel punto hubiera sido muy poco diplomático.
Cruzó entonces por su mente una idea que eliminó todo deseo de reír, por apremiante que fuera. Ésta: su marido no sabía que ella hablaba en serio porque, para él, Jessie Ma-hout Burlingame, esposa de Gerald, hermana de Maddy y Will, hija de Tom y Sally, madre de nadie, realmente no es­taba allí... Dejó de estar allí en el preciso instante en que las llaves produjeron su leve chasquido acerado al cerrar las es-posas. Gerald había sustituido las publicaciones de aventu­ras de su adolescencia por el montón de revistas pornográ­ficas que guardaba en el último cajón de su escritorio, revis­tas en las que mujeres vestidas con un collar de perlas y nada más aparecían arrodilladas sobre alfombras de piel de oso mientras las tomaban por detrás hombres dotados de un equipamiento sexual que, comparado con el de Gerald, si­tuaban a éste bajo mínimos. En las contraportadas de esas revistas, entre anuncios de «cuéntame cochinadas por telé­fono» con sus novecientos números, había también imáge­nes publicitarias de hembras hinchables de anatomía su­puestamente perfecta, un concepto extraño de veras, si había visto alguna vez alguno. Con una especie de asombro revelador, pensó en aquellas muñecas llenas de aire, de su­perficie color rosa, cuerpos caricaturescamente imprecisos y rostros desprovistos de facciones. No fue horror —no del todo— lo que sintió en su interior, sino el centelleo de una intensa claridad que iluminó un paisaje ciertamente mucho más aterrador que aquel estúpido juego o que el detalle de que aquel día lo estaban practicando en su casa de verano, mucho después de que el verano hubiese desaparecido para no volver hasta otro año.
Pero nada de eso había afectado ni tanto así a su oído. Lo que oía en aquel momento era una motosierra, cuyo chi­rrido sonaba en el bosque, a una distancia considerable, a ocho o diez kilómetros, tal vez. Más cerca, en el cuerpo principal del lago Kashwakamak, un somorgujo que se ha­bía retrasado en la partida de su migración anual hacia el sur lanzaba su frenético chillido al azulado aire de octubre. To­davía más cerca, en algún punto de la orilla norte, ladraba un perro. Era un sonido desagradable, descompuesto, pero que a Jessie le parecía extrañamente reconfortante. Signifi­caba que por aquellos pagos había alguien más, estuviesen o no estuviesen a mediados de octubre. Por otra parte, allí seguía el golpeteo de la puerta, suelta como un diente en una encía medio podrida, que no paraba de chocar contra lajamba hinchada. Jessie se dijo que, como tuviese que escu­char aquel ruido durante mucho rato, acabaría volviéndose loca.
Ya completamente desnudo, a excepción de las gafas, Gerald se arrodilló en la cama y procedió a reptar hacia Jes­sie. Continuaban brillándole los ojos.
Jessie creía que era ese fulgor lo que le había animado a ella a seguir con el juego durante tanto tiempo, después de haber satisfecho su curiosidad inicial. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que los ojos de Gerald la miraron con tanto ardor. Jessie no tenía mal aspecto —se las arreglaba para conservar la línea y su figura se mantenía bastante esbelta y sugestiva—, pero a pesar de todo, el inte­rés de Gerald se volatilizó igual. La mujer pensaba que parte de la culpa la tenía el alcohol —Gerald bebía una burrada más que durante la época de recién casados—, pero tam­bién comprendía que el licor no era el único culpable. ¿Qué decía el viejo refrán acerca de que la convivencia engendra aburrimiento? Eso no rezaba como verdad incontrovertible para los enamorados, según los poetas románticos que Jes­sie leyó en su curso de Literatura Inglesa 101, pero en los años que sucedieron a su salida del instituto de enseñanza media descubrió que existían ciertos hechos de la vida so­bre los cuales jamás escribieron una sola palabra ni John Keats ni Percy Shelley. Claro que ambos murieron jóvenes, no llegaron a cumplir los años que Gerald y ella tenían ahora.
Además, nada de ello era importante en el momento y en las circunstancias presentes. Lo que sí resultaba significa­tivo era que ella continuó con el juego durante más tiempo de lo que realmente deseaba sólo a causa del aquel peque­ño resplandor que brillaba en las pupilas de Gerald. La ha­cía sentirse joven, guapa y deseable. Pero...
«... pero si de veras creíste que era a ti a quien veía Ge­rald cuando apareció esa expresión en sus ojos, te equivo­caste, querida. O quizá te engañaste a ti misma. Y puede que tengas que decidir —decidir, decidir de veras— si vas a continuar con esta humillación. Porque, ¿no es más bien así como te sientes? Humillada.»
Jessie suspiró. Sí. Más bien se sentía humillada.

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