El que quiere, puede!!

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Explico para las visitas de qué se trata todo.
Siempre me gustó guardar, registrar, conservar. Así me veo hoy con una gran cantidad de material único y preciado. El blog me permite, por un lado guardarlo en lugar seguro y por otro compartirlo con otras personas.Lo reformo y completo constantemente, agrego secciones y me divierto mucho.
Les recomiendo visitar los enlaces de Mis Favoritos. Algunos son de mi creación también, como Películas, Glosario, Biblioteca, Libros que deseo.
Bienvenidos a mi lugar, vuelvan pronto.



7/3/09

Prólogo de "La silla" de David Jasso

Se encontraba frente a la puerta cerrada. Era una barrera borrosa que no se atrevía a franquear. Se frotó los ojos llorosos y la visión se aclaró un poco, justo lo suficiente para que las vetas de la madera dibujaran un doloroso mapa de desesperación. La casa estaba vacía y su alma también. El cobarde de su marido se había ido a trabajar, sólo habían pasado dos días desde el funeral de su hijo y todavía disponía de al menos una jornada más de permiso, sin embargo esa misma mañana había huido a refugiarse en el trabajo. Que le necesitaban para un pedido urgente, había mentido. Cobarde. Y ella se había quedado sola en la casa, cercada por los recuerdos, rodeada del rastro de su hijo muerto.
Su mano se posó en el pomo, estaba frío, como el asidero del ataúd en el que le habían incinerado. Sus ojos enrojecidos parecían a punto de desbordarse. Aún no había entrado nadie en el cuarto del chico desde que fuera atropellado por el autobús en ese estúpido accidente. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a la dura prueba de encarar la vida perdida, pero se le antojaba demasiado pronto, todo estaba tan reciente... era tan difícil de asimilar... que no le sorprendería encontrarle en la habitación estudiando para algún examen o escuchando uno de esos Cds de música ensordecedora. Giró la manija y el crujido del muelle interior sonó como un ocre lamento, apenas un gritito inesperado. Cuántas veces había oído ese leve ñiiic cuando su hijo se levantaba al baño en mitad de la noche.
Era un sonido familiar, tan cercano que casi parecía fuera de lugar en un momento como aquél. Como si ese pequeño chirrido no tuviera derecho a sonar en ausencia de su hijo.
Empujó despacio la puerta, como cuando entraba por la noche y no quería despertarle, y por primera vez se enfrentó a la habitación de su hijo muerto. Entró con un paso corto. La persiana estaba subida y el cuarto se encontraba perfectamente iluminado. No había nada siniestro ni oscuro, todo parecía normal, como solía dejarlo cuando se iba al instituto. Y eso era peor que encontrarse con una estancia abandonada y en sombras, así la vida parecía continuar entre esas cuatro paredes decoradas con posters de grupos de rap.
La encimera repleta de libros de clase y cuadernos, unos cuantos Cds grabables amontonados en precario equilibrio, el ordenador, el pequeño reproductor de MP3... el típico desorden por el que ella tantas veces le había llamado la atención. Ahora sus ojos se anegaron en recuerdos dolorosos como golpes.
Ya nunca podría pedirle que ordenara su habitación, que hiciera el favor, de una vez por todas, de poner un poco de orden si no quería quedarse en casa todo el fin de semana...
Se sintió desfallecer, las fuerzas huyeron de sus piernas y se sentó en la cama, sobre la cubierta arrugada. Posó su mano en el tejido y no pudo evitar recordar el último catarro de su hijo, cuando ella, sentada en ese mismo lugar, aguardaba esperanzada a que el termómetro indicara que la temperatura corporal había bajado hasta límites razonables. Casi podía verle tumbado entre las sábanas, con las mejillas enrojecidas por la fiebre y su característica sonrisa que siempre le acompañaba. La habitación pareció hacerse más pequeña, comprimirse hasta dejarla atrapada en una diminuta jaula de sentimientos que oprimía hasta su aliento. La riada arrastró todos los diques y destrozó todas las contenciones. Una especie de sordo estertor surgió de lo más profundo de su ser y un estremecedor gemido escapó de su garganta sin que ella siquiera se percatara. Se dejó caer hacia la almohada y apretó la ropa contra su cara como si eso pudiera amortiguar el dolor o frenar la imparable oleada de lágrimas. En la soledad de la casa, la madre desesperada lloraba, literalmente sin consuelo, por la pérdida de su único hijo.
Arrancó la cubierta y abrió la cama, con la violencia que proporciona el dolor, hasta llegar a las sábanas entre las que su hijo se acostaba, buscó el calor ya disuelto del cuerpo desaparecido, refrotó su rostro contra el algodón hasta humedecerlo con sus lágrimas, palpó el tejido buscando sin encontrar la silueta evanescente de su hijo, se apretó contra el colchón en una patética parodia de abrazo materno, intentando alcanzar el postrero vestigio de su hijo convertido en cenizas y recuerdos.
Le echaba en falta, no podía vivir sin él. Le necesitaba. Tenía que volver a abrazarle. Esa mañana el chico se había ido a clase como cada jornada.
Apenas un rápido beso de despedida, para no entretenerse demasiado y no llegar tarde al instituto, mientras ella recogía los tazones del desayuno. Y eso fue todo. No le dijo que le amaba, que era su niñito del alma a pesar de que ya fuera todo un adolescente de quince años, que no podría vivir sin él.
Así acabó todo, como si ese día marcado por el desastre fuera uno más sin importancia. Hasta que recibió la llamada del servicio de urgencias convocándola en el hospital... Y ya nunca más volvió a verle con vida.
Mordió con fuerza la almohada hasta que le dolieron las mandíbulas, pero el dolor no
supuso ningún alivio.
Y entonces se acordó de algo. Se le ocurrió cómo podría recuperar un poco de él. Dejó de estrujar las sábanas y con un rápido movimiento se sentó de nuevo, estiró el cuello como si hubiera oído a alguien llamándole y aceptó la idea. Su rostro era una máscara de sufrimiento y pesar. Los párpados estaban oscurecidos e hinchados, su boca se curvaba en un rictus innatural.
Casi sin movimientos de transición se arrodilló en el suelo y miró debajo de la cama. Aunque no llegó a verlo, sabía que ahí estaba lo que buscaba. Apartó la ropa que colgaba de la cama e introdujo uno de sus brazos en el hueco entre el parqué y el somier. No alcanzó a coger lo que necesitaba, se dejó caer casi de golpe y, tumbada de medio lado, se apretó contra la cama. Alargó aún más el brazo hasta que tocó su objetivo. Dio una serie de bruscos manotazos y un par de zapatillas de deporte terminaron por asomar entre la cubierta medio caída. Como si en ello le fuera la vida, la madre tomó el calzado.
Era el último rastro de su hijo. Se las llevó a la cara y sintió el inconfundible olor de los pies de él. Cuatro días después de su uso, tres después de su muerte, dos después de su incineración, todavía permanecía en el calzado.
Era un olor fuerte y desagradable, pero ella lo inspiró hasta que penetró en lo más profundo de su ser. Era el aroma de su hijo perdido. Fragante hasta casi marear. Era lo último que le quedaba de él, quería que formara parte de ella, que no se disipara, que el olor la poseyera e inundara, quería respirar hasta el último hálito de su hijo. Era como volver a tenerle cerca, como cuando él se tumbaba en el sofá y ella le decía que no se quitara las zapatillas que le apestaban los pies.
Sus lágrimas mojaron el tejido plástico y llegaron hasta la sudada plantilla.
Apretó aún más las zapatillas contra su cara, sacó su lengua y lamió el interior, saboreó los últimos restos accesibles de su hijo. Inhaló con inusitada potencia entre sollozo y sollozo. El aroma era maravilloso, el sabor exquisito, el recuerdo vívido. Era su hijo. Se esforzó por dejar de sollozar, no quería que escapara de sus pulmones ni el mínimo ápice de su hijo, tenía que formar ya siempre parte de ella. Tragó saliva intentando ingerir el más pequeño resto del interior del calzado.
Lo olió con fiereza, metió la mano en el interior de una zapatilla y sacó la plantilla, la estrujó contra sus labios y sintió a su hijo dentro de ella. Llegando hasta sus alvéolos pulmonares, repartiéndose por su sistema sanguíneo a todo el organismo, rodeándola con su hedor. De nuevo estaba allí, no le había perdido del todo. Podía percibirlo. Era su olor, el sabor de su
sudor y su piel. Durante unas décimas de segundo lo sintió junto a ella, era como si hubiera regresado de la muerte para brindarle un último abrazo, la despedida que no pudo ofrecerle pocos días antes. Volvieron a escapar más gemidos de la garganta de la mujer.
Allí estaba, en el suelo junto a la cama de su hijo muerto, olfateando con fruición un par de viejas zapatillas de deporte, lamiendo unas plantillas desgastadas y repletas de manchas de sudor, con una bolisa de polvo adhe rida a su cabello desordenado, traspasado cualquier límite que señalara la desesperación, adentrándose casi en los territorios de la locura. Buscando a su hijo, respirando su esencia, viviéndole.
Y lloró como nunca lo había hecho. Hasta que le dolió el pecho, hasta que no sintió su propio cuerpo. Lloró por su hijo y por ella, por la soledad y el dolor, por el vacío y la pena. Lloró como sólo puede hacerlo alguien que sabe que acaba de entrar en el infierno, alguien a quien se le ha roto el alma.
Como sólo puede llorar una madre que ha perdido un hijo. Lloró hasta no poder más. Y luego, siguió llorando.
Casi una hora después se encontraba exhausta, vacía, como si alguien le hubiera extirpado los sentimientos con un bisturí oxidado y sin filo. Dejó caer las zapatillas y las plantillas y se puso lentamente en pie, notaba la cara irritada y un sabor seco en su boca. Agotada, se acercó a la encimera sin saber por qué y miró por la ventana, durante unos instantes casi le pareció ver un
arbolito y un jardín, pero en cuanto fijó la vista descubrió las ventanas del otro lado del patio de luces. Bajó la vista hacia los objetos que había frente a ella, los rozó levemente con la yema de sus dedos, sin sentir nada especial, la gran ola de sentimientos que la había azotado, ya había pasado, dejando tan solo una playa embarrada. Los Cds se desparramaron cuando ella los tocó, produjeron un alegre cascabeleo sobre la formica. Cerró los ojos, todavía ardían.
Sus dedos siguieron palpando los objetos sin una razón aparente, sólo constataba que ésas eran las cosas de su hijo, que ahí había existido vida y esperanzas hasta hacía bien poco tiempo. Siguieron el trazado del alambre de espiral del bloc, rozaron el interruptor del flexo, acariciaron el ratón del ordenador... Y, de repente, de forma inesperada, con un extraño crujido de relé accionado y de electricidad estática, el monitor se encendió. La madre dio un respingo, el ordenador no estaba apagado, se encontraba sólo en espera. Al rozar el ratón, ella lo había activado sin querer. El sonido la había asustado y el imprevisto resplandor del monitor parecía fuera de lugar, sin poderlo evitar, asustada, dio un paso hacia atrás, casi parecía un fenómeno de ultratumba, como si su hijo volviera de repente del otro mundo para comunicarse con ella. La imagen se formó en la pantalla de diecisiete pulgadas y la madre miró anhelante. Era un documento de texto.
Lo leyó mientras sus ojos se desorbitaban y su expresión se demudaba.
Lo había escrito su hijo la noche antes de su muerte. No podía creer lo que leía. Sencillamente no podía creerlo. Si antes la pena había tomado posesión de ella, ahora eran la incredulidad y el asombro más absolutos quienes la dominaban. No podía ser verdad. Volvió a releerlo. Una y otra vez.
Agitó el ratón para ver si había algo más en la parte inferior del documento.
No tenía ni idea de cómo funcionaba ese maldito artilugio. Lo movió arriba y abajo con ira para ver si había algo más, pero sólo consiguió que el cursor bailara por la pantalla, desconocía la existencia de la barra deslizante. Clicó con fuerza al azar y sólo logró que algunas palabras se recuadraran en negro.
Al final se dio por vencida, sabía que no había ninguna otra explicación más.
Que ya había leído lo suficiente. Que eso era todo.
Pero... entonces... la muerte de su hijo no había sido un accidente...
Como una loca miró a su alrededor buscando el libro que su hijo nombraba.
Ese libro que le había asesinado. Que había causado su muerte.
En la pantalla del ordenador había una nota de suicidio. Su hijo anunciaba que al día siguiente se arrojaría bajo la rueda de un autobús. La lectura de un relato en el libro «Abismos» de Daniel Lonces le había convencido para hacerlo.
La madre buscó el libro fuera de sí, no le costó encontrarlo, de hecho, poco antes lo había acariciado, estaba junto a la cama, sin duda era lo último que su hijo había leído. En la portada una garra monstruosa surgía de las profundidades de la tierra. En la solapa, un individuo con pinta de estúpido sonreía displicente. El punto de lectura, un abono de transporte gastado, marcaba el inicio de un relato titulado «La rueda del autobús».
La madre se sentó en la cama y comenzó a leer.
Un rato después, cuando acabó el relato, comenzó a gritar.

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