En mi larga vida docente tuve el honor de conocer muchos (más de lo que se imaginan).
Llamo así a las personas, casi siempre muy humildes, que ofrecen lo que tienen sin ruido ni afán de reconocimiento.
Pude conocer a una mamá, llamada D. C. Era muy pobre, empleada doméstica. Una vez fue a mi propia casa, me la dio vuelta del revés, comenzando por los techos, la sacudió, baldeó, lustró, y plumereó hasta el moisés de la beba.
Un día se apareció en la escuela con una caja, toda avergonzada me preguntó si le recibía la ropa que sus hijos ya no usaban (estábamos en esa campaña).
La traté cariñosamente para tranquilizarla y hete aquí que abrí la caja: Lo primero que recuerdo es el maravilloso aroma a ropa limpia que emanaba. Había de todo un poco. Pero me impactaron varios pares de zapatillas, impecablemente limpias, con talquito y ¡¡¡zurcidas en las puntas!!!
S. A., una mamá muy bianuda, colaboradora, pero según creía yo antes del episodio, un poco distante y desdeñosa, muy activa y comprometida con sus hijos.
Cierto día llegó a mi oficina, charló un rato de cualquier cosa y luego me dijo, de una manera lisa y llana, sin nada de nada más (ni desdén, ni caridad, ni nothing), que tenía unas zapatillas hermosas que había usado muy poco, le quedaban chicas y si yo calzaba del 38, quería pedirme que las recibiera como su regalo porque sí.
No me dio mucho tiempo para pensar, así que acepté gustosa (mi radar no detectaba ningún mal sentimiento y además era docente de bolsillo flaco).
Las zapatillas eran preciosas, las mejores que he tenido en mi vida, de marca, cuero, blancas, comodísimas.
Nunca más volvió a mencionar el incidente ni cambió de actitud conmigo.
Dejó una huella ... de zapatillas blancas ... del 38 ...
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