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15/11/08

Una partida de ajedrez de Stefan Zweig

Primera parte


A bordo del transatlántico que a medianoche debía zarpar rumbo a Buenos Aires reinaban la habitual acucia y el ir y venir apresurado de la última hora. Se confundían y se abrían paso a codazos los allegados que acompañaban a los viajeros; los mensajeros de telégrafos, con las gorras terciadas, recorrían los salones como flechas, gritando tal o cual nombre; se arrastraban baúles y se traían flores; por las escaleras subían y bajaban niños movidos por la curiosidad, en tanto que la orquesta tocaba briosamente la música de acompañamiento de la deck show. Un poco apartado de ese tumulto, estaba yo conversando con un conocido sobre el puente de paseo, cuando a nuestro lado estallaron dos o tres agudos fogonazos de magnesio; algún personaje destacado había sido entrevistado y fotografiado, al parecer, instantes antes de la partida. Mi acompañante miró hacia aquel lado y sonrió:
—Llevan ustedes un tipo raro a bordo, a ese Czentovic.
Debo haber revelado con un gesto harta ignorancia ante esa noticia, pues mi interlocutor agregó en seguida a guisa de explicación:
—Mirko Czentovic es el campeón mundial de ajedrez. Acaba de recorrer los Estados Unidos, de este a oeste, interviniendo en torneos, y ahora se dirige a la Argentina, en procura de nuevos triunfos.
Entonces recordé efectivamente el nombre del joven campeón mundial y aun algunos pormenores de su carrera meteórica; mi compañero, un lector de periódicos más asiduo que yo, estaba en condiciones de completarlos con toda una serie de anécdotas.
Aproximadamente un año atrás, Czentovic se había colocado de repente a la altura de los más expertos maestros consagrados del arte del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Tartakower, Lasker, Bogoljubow; desde la presentación, en el torneo de Nueva York de 1922 del niño prodigio de siete años llamado Reshewski, nunca la entrada brusca de un jugador absolutamente desconocido en el glorioso gremio había despertado una sensación tan unánime. Porque las dotes intelectuales de Czentovic no parecían augurarle una carrera tan brillante. No tardó en revelarse el secreto y difundirse la noticia de que el flamante maestro del ajedrez era incapaz, en su vida privada, de escribir una frase sin faltas de ortografía, en el idioma en que fuese, y, según el decir burlón y rencoroso de uno de sus colegas, "su ignorancia era en todas las materias igualmente universal". Era hijo de un paupérrimo remero del Danubio del mediodía eslavo, cuya barca fue echada a pique una noche por una lancha a vapor cargada de cereales. El entonces niño de doce años fue recogido a la muerte de su padre en un acto de piedad por el párroco del apartado lugar, y el buen sacerdote se esforzó honradamente para compensar a fuerza de paciencia lo que el niño, avaro de palabras, apático y de ancha frente, no era capaz de aprender en la escuela de la aldea.
Pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Mirko siempre miraba de hito en hito los signos de la escritura que se le habían explicado cien veces ya; su cerebro trabajaba pesadamente y carecía de fuerza retentiva aun para los objetos más simples de la enseñanza. A la edad de catorce años tenía que recurrir todavía a la ayuda de los dedos para hacer algún cálculo, y la lectura de un libro o del diario significaba aún para el mozo mayorcito un esfuerzo fuera de lo común. Pero a pesar de todo, no podía tildarse a Mirko de reacio o recalcitrante. Hacía de buen grado cuanto se le encomendaba, iba a buscar agua, hachaba leña, ayudaba en las faenas del campo, ponía en orden la cocina y cumplía puntualmente, aunque con una lentitud desesperante, todo servicio que se le pedía. El rasgo del terco muchacho que más exasperaba al cura era su indiferencia absoluta y total. No hacía nada que no se le ordenase expresamente, jamás formuló una pregunta, no jugaba con otros niños ni buscaba espontáneamente un entretenimiento. En cuanto Mirko había terminado con los quehaceres de la casa, se quedaba sentado, impasible, con la mirada vacía como la de los borregos en el campo de pastoreo, sin demostrar el más remoto interés en las cosas que ocurrían a su derredor. Al anochecer, cuando el párroco, fumando su larga pipa de campesino, jugaba sus tres habituales partidas de ajedrez contra el sargento de gendarmería, el rubio y apático mozo permanecía sentado junto a él, mudo, mirando bajo los pesados párpados el tablero a cuadros, al parecer soñoliento e indiferente.
Una tarde de invierno, mientras los contrincantes estaban absortos en su partida cotidiana, resonaba en la calle pueblerina, más cerca cada vez, el tintín de un trineo. Un campesino, con la gorra espolvoreada de nieve, entró a grandes trancos para decir que su madre estaba agonizando y rogar al cura se diera prisa para llegar aún a tiempo de impartirle la extremaunción. El sacerdote le siguió sin titubear. A modo de despedida, el sargento de gendarmería, que no había terminado todavía de beber su vaso de cerveza, encendió su pipa y se disponía a calzar de nuevo sus pesadas botas de montar, cuando observó la mirada del pequeño Mirko, fija e inconmovible sobre el tablero, donde habían quedado las piezas de la partida inconclusa.
—¡Ea!, ¿quieres terminarla? —bromeó, absolutamente. convencido de que el amodorrado niño no sabría mover debidamente ni una sola pieza sobre el tablero. Pero el muchacho levantó tímido la cabeza, la inclinó luego y ocupó el asiento del cura. Al cabo de catorce jugadas, el sargento quedó vencido y hubo de reconocer, además, que su derrota no era debida a un movimiento descuidado o negligente. Una segunda partida terminó de idéntica manera.
—¡Burra de Balaam! —exclamó sorprendido el cura cuando a su regreso el sargento le refirió la novedad—. Hace cinco mil años —explicó al sargento, menos versado en el texto bíblico —se había producido un milagro similar, cuando un ser mudo halló de pronto el lenguaje de la sabiduría.
A pesar de la hora avanzada, el bueno del cura no pudo menos de retar a su casi analfabeto fámulo a un duelo. Y he aquí que Mirko le venció a él también con toda facilidad. Jugaba de un modo tenaz, lento, inconmovible, sin levantar una sola vez la ancha frente inclinada sobre el tablero. Pero jugaba con imperturbable seguridad; en los días siguientes, ni el gendarme ni el cura fueron capaces de ganarle una sola partida. El sacerdote, que estaba en mejores condiciones que cualquier otro para juzgar del retraso de su pupilo en todos los demás aspectos, quiso cerciorarse por último hasta qué punto ese singular talento exclusivo resistiría una prueba más rigurosa. Mandó a Mirko al peluquero del pueblo para que éste le cortase sus desgreñados cabellos de color pajizo, a fin de dejarle un tanto más presentable, y luego le llevó en su trineo a la pequeña villa vecina, donde en el café de la plaza mayor había un grupo de jugadores de ajedrez más empedernidos que él, y a los que, a pesar de varias tentativas, jamás había podido vencer. No fue menudo el asombro de la tertulia local, cuando a empellones, el cura hizo pasar a un niño como de quince años, rubio y de mejillas coloradas, enfundado en una piel de cordero vuelta al revés y que calzaba pesadas botas altas. El niño se quedó avergonzado y perplejo en un rincón, sin levantar la mirada hasta que se le llamó a una de las mesas de ajedrez. Mirko, que en casa del cura nunca había visto la llamada defensa siciliana, quedó derrotado en la primera partida. La segunda se la disputó el mejor jugador de aquel circulo, y empataron. De entonces en adelante, Mirko ganó todas las partidas, una tras otra.

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