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17/4/09

El jardín de las fieras de Jeffery Deaver


(Sólo un trocito)

PARTE UNO

EL SICARIO

Lunes, 13 de julio de 1936

En cuanto entró en el apartamento en penumbra supo que era hombre muerto.

Se secó las palmas sudadas y echó un vistazo en derredor; el piso estaba tan silencioso como un depósito de cadáveres, salvo por el amortiguado rumor del tráfico nocturno de Hell’s Kitchen y el tremolar de los sucios visillos cuando el ventilador giratorio dirigía su hálito caliente hacia la ventana.

Sin embargo, algo no marchaba bien.

Le invadió un mal presentimiento.

Supuestamente, Malone debía estar allí, borracho perdido, durmiendo la mona. Pero no estaba. No había botellas de aguardiente barato por ninguna parte; ni rastro de bourbon, lo único que bebía aquella rata, ni siquiera el olor. Y al parecer hacía ya algún tiempo que no iba por allí. En la mesa había un periódico de hacía dos días, junto a un cenicero frío y un vaso que tenía un halo azul de leche seca hasta la mitad.

Encendió la luz.

Bueno, había una puerta lateral, sí, tal como él había visto desde el pasillo el día anterior al estudiar el sitio.

Pero estaba clausurada. ¿Y la ventana que daba a la escalera de incendios? ¡Vaya!, bien cerrada con alambre de gallinero, cosa que no se veía desde el callejón. La otra ventana estaba abierta, sí, pero a doce metros de altura con respecto a los adoquines.

No había salida.

Y dónde estaba Malone, se preguntó Paul Schumann.

El tipo se había largado. O estaba en Jersey bebiendo cerveza. O era una estatua con base de

cemento debajo de algún muelle.

No importaba.

Cualquiera hubiese sido la suerte de aquel borrachín, Paul se dio cuenta de que había sido sólo un cebo. Y la información de que estaría esa noche allí, pura mentira.

En el pasillo, fuera, un roce de pies. Un tintineo metálico. Descabalado...

Paul dejó su pistola en la única mesa de la habitación y sacó el pañuelo para enjugarse la cara. El aire abrasador de esa mortífera ola de calor del Medio Oeste había llegado hasta Nueva York. Pero cuando se lleva un Colt del 45 de 1911 metido bajo el cinturón, a la espalda, no se puede andar sin americana; por eso Paul estaba condenado a usar traje. Llevaba la chaqueta de lino gris, de un solo botón. La camisa blanca de algodón estaba empapada.

Otra pisada fuera, en el pasillo, donde debían de estar preparándose para sorprenderlo. Un susurro, otro tintineo.

Paul pensó en mirar por la ventana, pero temía recibir un disparo en la cara. Quería que lo velaran a ataúd abierto y no sabía de ningún embalsamador capaz de reparar los daños causados por un disparo de bala o de perdigones.

¿Quién quería matarlo?

No podía ser Luciano, el hombre que lo había contratado para despachar a Malone. Tampoco MeyerLansky. Eran peligrosos, sí, pero no traidores. Paul siempre les había hecho trabajos de primera, sin dejar nunca la menor pista que pudiera vincularlos con el despachado. Además, si uno u otro querían deshacerse de Paul, no necesitaban encargarle un trabajo falso: lo harían desaparecer sin más.

¿Quién, pues, le había tendido esa trampa? Si era O’Banion, o Rothstein, el de Williamsburg, o Valenti, el de Bay Ridge; en pocos minutos sería fiambre.

Si era el pulcro Tom Dewey la muerte tardaría algo más: el tiempo que hicera falta para condenarlo y sentarlo en la silla eléctrica de Sing Sing.

Más voces en el pasillo. Más tintineos, metal contra metal. Pero visto desde un ángulo positivo, reflexionó con ironía, de momento se podía decir que todo iba como la seda: aún estaba vivo.Y muerto de sed.

Se acercó a la nevera y la abrió. Tres botellas de leche (dos cortadas), una caja de queso y una lata de melocotones en almíbar. Varias bebidas de cola. Buscó un abridor para destapar una de las botellas de refresco.

Desde algún lugar se oía una radio. Ponían tormy Weather.

Al sentarse nuevamente ante la mesa se vio en el espejo polvoriento de la pared, sobre un lavabo de esmalte desportillado. Sus ojos azul claro no revelaban el temor que cabía esperar, se dijo. Pero su expresiónera desconfiada. Era un hombre corpulento: pasaba del metro ochenta y pesaba más de noventa kilos. Había heredado el pelo de su madre, castaño rojizo; la tez clara, de los antepasados alemanes de su padre. La piel estaba un poco marcada, no por la viruela, sino por golpes con los nudillos recibidos a edad temprana y por los guantes de boxeo en tiempos más recientes.

También por el cemento y la lona.

Bebió un poco de refresco. Era más sabroso que la Coca-Cola. Le gustó.

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