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20/11/08

El crimen perfecto de Jean Baudrillard

Si no existieran las apariencias, el mundo sería un crimen perfecto, es decir, sin criminal, sin víctima y sin móvil. Un crimen cuya verdad habría desaparecido para siempre, y cuyo secreto no se desvelaría jamás por falta de huellas.
Pero, precisamente, el crimen nunca es perfecto, pues el mundo se traiciona por las apariencias, que son las huellas de su inexistencia, las huellas de la continuidad de la nada, ya que la propia nada, la continuidad de la nada, deja huellas. Y así es como el mundo traiciona su secreto. Así es como se deja presentir, ocultándose detrás de las apariencias.
También el artista está cerca siempre del crimen perfecto, que es no decir nada. Pero se aparta de él, y su obra es la huella de esta imperfección criminal. Según Michaux, el artista es aquel que se resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar huellas.
La perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya realizado —perfectum—. Desviación, desde antes de que se produzca, del mundo tal como es. Por tanto, jamás será descubierto. No habrá Juicio Final para castigarlo o para absolverlo. No habrá final porque las cosas siempre han ocurrido ya. Ni resolución ni absolución, sino desarrollo ineluctable de las consecuencias. Precesión del crimen original —¿cuya forma irrisoria tal vez se encontraría en la precesión actual de los simulacros?—. Nuestro destino, a partir de ahí, es la realización de ese crimen, su desarrollo implacable, la continuidad del mal, la continuación de la nada. Jamás viviremos su escena primitiva, pero vivimos en todo momento su prosecución y su expiación. No hay final para eso, y sus consecuencias son incalculables.
De la misma manera que los pocos segundos iniciales del Big Bang son insondables, los pocos segundos del crimen original son inencontrables. Crimen fósil, por tanto, igual que los ruidos fósiles esparcidos por el universo. Y es la energía de este crimen, como la del estallido final, la que se distribuirá por el mundo, hasta su eventual agotamiento.
Ésta es la visión mítica del crimen original, la de la alteración del mundo en el juego de la seducción y las apariencias, y de su ilusión definitiva.
Ésta es la forma del secreto.
La gran pregunta filosófica era: «¿Por qué existe algo en lugar de nada?» Hoy, la auténtica pregunta es: «¿Por qué no existe nada en lugar de algo?»
La ausencia de las cosas por sí mismas, el hecho de que no se produzcan a pesar de lo que parezca, el hecho de que todo se esconda detrás de su propia apariencia y que, por tanto, no sea jamás idéntico a sí mismo, es la ilusión material del mundo. Y ésta sigue siendo, en el fondo, el gran enigma, el que nos sume en el terror y del que nos protegemos con la ilusión formal de la verdad.
So pena de aterrorizarnos, tenemos que descifrar el mundo, y aniquilar, por tanto, su ilusión primera. No soportamos el vacío, ni el secreto, ni la apariencia pura. ¿Y por qué tenemos que descifrarlo, en lugar de dejar que irradie su ilusión como tal, en todo su esplendor? Pues bien, también eso es un enigma, y forma parte del enigma que no podamos soportar su carácter enigmático. Que no podamos soportar su ilusión ni su apariencia pura forma parte del mundo. Tampoco soportaríamos mejor, si tuviera que existir, su verdad radical y su transparencia.
La verdad, por su parte, quiere ofrecerse desnuda. Busca la desnudez desesperadamente, como Madonna en la película que la hizo famosa. Su striptease desesperanzado es el mismo que el de la realidad, que se «oculta» en sentido literal, ofreciendo a los ojos de los mirones crédulos la apariencia de la desnudez. Pero esta desnudez la rodea, precisamente, de una segunda película, que ni siquiera tiene el encanto erótico del traje. Ya no hacen falta solteros para desnudarla[1], puesto que ha renunciado por sí misma al trampantojo a cambio del strip-tease.
Por otra parte, la principal objeción a la realidad es su carácter de sumisión incondicional a todas las hipótesis que pueden hacerse sobre ella. Así es como desanima a las mentes más activas, con su conformismo más miserable. Podemos someterla, a ella y a su principio (¿qué hacen además juntos, sino copular vulgarmente y engendrar innumerables evidencias?), a las servicias más crueles, a las provocaciones más obscenas, a las insinuaciones más paradójicas, se doblega a todo con un servilismo inexorable. La realidad es una perra. ¿Qué tiene de asombroso, por otra parte, ya que ha nacido de la fornicación de la estupidez con el espíritu de cálculo —desecho de la ilusión sagrada entregada a los chacales de la ciencia?
Para recuperar la huella de la nada, de la inconclusión, de la imperfección del crimen, hay que suprimir, por tanto, la realidad del mundo. Para recuperar la constelación del secreto, hay que suprimir la acumulación de realidad y de lenguaje. Hay que suprimir una tras otra las palabras del lenguaje, suprimir una tras otra las cosas de la realidad, arrancar lo mismo a lo mismo. Es preciso que, detrás de cada fragmento de realidad, haya desaparecido algo para garantizar la continuidad de la nada —sin ceder, por ello, a la tentación de la aniquilación, ya que es preciso que la desaparición permanezca viva, que la huella del crimen permanezca viva.
Lo que hemos desaprendido de la modernidad, en la que hemos acumulado, adicionado, sobrepujado incesantemente, es que sólo la sustracción da la fuerza y que de la ausencia nace la potencia. Y como ya no somos capaces de afrontar el dominio simbólico de la ausencia, estamos sumidos en la ilusión contraria, la ilusión, desencantada, de la proliferación de las pantallas y las imágenes.
Ahora bien, la imagen ya no puede imaginar lo real, ya que ella misma lo es. Ya no puede soñarlo, ya que ella es su realidad virtual. Es como si las cosas hubieran engullido su espejo y se hubieran convertido en transparentes para sí mismas, enteramente presentes para sí mismas, a plena luz, en tiempo real, en una transcripción despiadada. En lugar de estar ausentes de sí mismas en la ilusión, se ven obligadas a inscribirse en los millares de pantallas de cuyo horizonte no sólo ha desaparecido lo real, sino también la imagen. La realidad ha sido expulsada de la realidad. Sólo la tecnología sigue tal vez uniendo los fragmentos dispersos de lo real. Pero ¿adonde ha ido a parar la constelación del sentido?
La única incógnita que queda es saber hasta qué punto puede desrealizarse el mundo antes de sucumbir a su excesivamente escasa realidad, o, a la inversa, hasta qué punto puede hiperrealizarse antes de sucumbir bajo el exceso de realidad (es decir, cuando, convertido en absolutamente real, convertido en más verdadero que lo verdadero, caiga bajo el golpe de la simulación total).
No es seguro, sin embargo, que la constelación del secreto sea aniquilada por la transparencia del universo virtual, ni que la fuerza de la ilusión sea barrida por la operación técnica del mundo. Cabe presentir detrás de todas las técnicas una suerte de afectación absoluta y de doble juego: su misma exorbitancia las convierte en un juego de desaparición del mundo escondido tras la ilusión de transformarlo. ¿La técnica es la alternativa asesina a la ilusión del mundo, o bien sólo es un avatar gigantesco de la misma ilusión fundamental, su sutil peripecia esencial, la última hipóstasis?
A través de la técnica, tal vez sea el mundo el que se ríe de nosotros, el objeto que nos seduce con la ilusión del poder que tenemos sobre él. Hipótesis vertiginosa: la racionalidad, culminante en la virtualidad técnica, sería la última de las tretas de la sinrazón, de esa voluntad de ilusión, cuya voluntad de verdad sólo es, según Nietzsche, un rodeo y un avatar.
En el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo sino que ya ni siquiera puede ser planteada la pregunta de su existencia. Pero es posible que esto sea una treta del propio mundo. Los iconólatras de Bizancio eran personas sutiles que pretendían representar a Dios para su mayor gloria pero que, al simular a Dios en las imágenes, disimulaban con ello el problema de su existencia. Detrás de cada una de ellas, de hecho, Dios había desaparecido. No había muerto, había desaparecido. Es decir, ya no se planteaba el problema. Quedaba resuelto con la simulación. Lo mismo hacemos con el problema de la verdad o de la realidad de este mundo: lo hemos resuelto con la simulación técnica y con la profusión de imágenes en las que no hay nada que ver.
Pero ¿no es la estrategia del propio Dios aprovechar las imágenes para desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huellas?
Así se ha realizado la profecía: vivimos en un mundo en el que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición. El arte no hace hoy otra cosa. Los media no hacen hoy otra cosa. Por eso están condenados al mismo destino.
Como ya nada quiere ser exactamente contemplado, sino sólo visualmente absorbido y circular sin dejar huellas, dibujando en cierto modo la forma estética simplificada del intercambio imposible, es difícil hoy en día recobrar las apariencias. De suerte que el discurso que lo explicara sería un discurso en el que no hay nada que decir, el equivalente de un mundo en el que no hay nada que ver. El equivalente de un objeto puro, de un objeto que no lo es. La equivalencia armoniosa de la nada por la nada, del Mal por el Mal. Pero el objeto que no lo es nos obsesiona sin parar con su presencia vacía e inmaterial. Todo el problema consiste, en las fronteras de la nada, en materializar esta nada, en las fronteras del vacío, en trazar la filigrana del vacío, en las fronteras de la indiferencia, en jugar de acuerdo con las reglas misteriosas de la indiferencia.
La identificación del mundo es inútil. Hay que captar las cosas en su sueño, o en cualquier otra coyuntura en la que se ausenten de sí mismas. Igual que en las «Bellas Durmientes», donde los ancianos pasan la noche al lado de esas mujeres, locos de deseo, pero sin tocarlas, y se eclipsan antes de su despertar. También ellos se tienden al lado de un objeto que no lo es, y cuya indiferencia total estimula el sentido erótico. Pero lo más enigmático es que nada permite saber si ellas duermen realmente o si disfrutan maliciosamente, desde el fondo de su sueño, de su seducción y de su propio deseo en suspenso.
No ser sensible a este grado de irrealidad y de juego, de malicia y de espiritualidad irónica del lenguaje y del mundo, equivale, en efecto, a no ser capaz de vivir. La inteligencia no es otra cosa que el presentimiento de la ilusión universal hasta en la pasión amorosa, sin que ésta, sin embargo, se vea alterada en su movimiento natural. Existe algo más fuerte que la pasión: la ilusión. Existe algo más fuerte que el sexo o la felicidad: la pasión de la ilusión.
La identificación del mundo es inútil. Ni siquiera podemos identificar nuestro rostro, ya que su simetría se ve alterada por el espejo. Verla tal cual es sería una locura, ya que no tendríamos secreto para nosotros mismos, y nos veríamos, por tanto, aniquilados por transparencia. ¿Acaso el hombre no ha evolucionado hacia una forma tal que su rostro se le hace invisible y se convierte definitivamente en no identificable, no sólo en el secreto de su rostro, sino en el de cualquiera de sus deseos? Pues ocurre lo mismo con cualquier objeto, que sólo nos llega definitivamente alterado, incluso en la pantalla de la ciencia, incluso en el espejo de la información, incluso en la pantalla de nuestro cerebro. Así pues, todas las cosas se ofrecen sin la esperanza de ser otra cosa que la ilusión de sí mismas. Y está bien que sea así.
Menos mal que los objetos que se nos aparecen siempre han desaparecido ya. Menos mal que nada se nos aparece en tiempo real, ni siquiera las estrellas en el cielo nocturno. Si la velocidad de la luz fuera infinita, todas las estrellas estarían allí simultáneamente, y la bóveda del cielo sería de una incandescencia insoportable. Menos mal que nada pasa en el tiempo real, de lo contrario nos veríamos sometidos, en la información, a la luz de todos los acontecimientos, y el presente sería de una incandescencia insoportable. Menos mal que vivimos bajo la forma de una ilusión vital, bajo la forma de una ausencia, de una irrealidad, de una no inmediatez de las cosas. Menos mal que nada es instantáneo, ni simultáneo, ni contemporáneo. Menos mal que nada está presente ni es idéntico a sí mismo. Menos mal que la realidad no existe. Menos mal que el crimen nunca es perfecto.

1 comentario:

  1. puedo utilizar tu ensayo para hacer un trabajo d mi universidad? mi correo es mariobarca_15@hotmail.com

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