Para evitar darle una trompada, me di media vuelta y lo dejé hablando solo. Me quedé unos minutos observándolo desde lejos, estaba tan borracho que no se daba cuenta en dónde me sentaba yo. Miré hacia el fondo. Una mujer rubia entraba al boliche del bar con un mate de cuero y un termo de agua caliente. Se acercó al porteño. Le dio un largo beso en la boca y luego ambos se intercambiaron el mate. Saqué una fotografía más. Miré bien; era la mujer que yo estaba buscando. En la barra, la escena me resultaba completamente repugnante.
Ella jalaba al porteño del brazo pero él ponía resistencia; finalmente después de un rato de forcejeo, la mujer lograba sacarlo de aquel lugar. Pagué lo qué debía, tomé mi último trago y me fui caminando tranquilamente a contar el dinero que en México me habían dado; diez mil dólares con veinticinco centavos estaban guardados en el segundo cajón de la gaveta. Saqué los billetes y los distribuí en la cama; empecé por acomodar billetes de quinientos, de cien y de cincuenta, los de diez y de un dólar, los coloqué encima de la almohada. El dinero estaba completo.
Ni un dólar de más ni un dólar de menos. El hombre que me había contratado siempre pensó que yo era el tipo ideal para poder localizar a Daniela Hurtado, su ex mujer. Sólo tenia que descubrir cómo y con quién se encontraba, y luego mandar un par de fotografías a México. En el aeropuerto mexicano mi cliente me despedía con la certeza de que yo iba a realizar un excelente trabajo en Sudamérica.
Miré el reloj; eran las nueve de la mañana hora local de Buenos Aires; ese día me desperté con la sensación, de que recién había llegado al país.
Lo cierto es que había pasado dos meses ya, buscando las huellas de Daniela y por fin justo la noche anterior había visto su rostro; únicamente bastaba tomarle dos fotografías junto al porteño y el caso quedaría resuelto. Antes de encaminarme hasta el bar, quise echarle una mirada a las manchas; aún estaban allí, sólo que más grandes y más rojas que el día anterior. Caminé despacio, ya que el bar quedaba cerca de la pensión. El sol estaba en su punto más alto y caía en mi cabeza como si fuera un enorme pedazo de plomo. Abrí la puerta del bar, el mesero estaba detrás de la barra lavando la cristalería. Para hacer tiempo le pedí al mozo una milanesa con ensalada y una botella de vino; comí con calma. Pensé que en cualquier momento aparecería el porteño y la mujer; el vino me había aletargado los sentidos, sentía como si el tiempo súbitamente se hubiera detenido; habían pasado más de tres horas, y ni el hombre ni la mujer aparecían. Fui hasta la barra y pregunté por ellos, el mesero permaneció callado; saqué un billete de veinte dólares y lo puse sobre la mesa; el tipo miró el billete y después lo agarró.
Tomó una pluma y una servilleta y luego me pasó el escrito. Observé con calma; el hombre había anotado la dirección del “Hospital Rivadavia”, que estaba ubicado a cinco cuadras de la pensión. Frente al escritorio de información, sentí como si tuviera una olla de presión a punto de explotarme en la cabeza; respiré con fuerza y me calmé. Le mostré las fotografías a la enfermera, ella se quedó un rato mirando las fotos y después me dijo, que a los dos, a la mujer y al hombre los habían traído muertos ya. Como portaba mi credencial de detectives, pude pasar sin problemas a ver los cuerpos. El cajón del porteño era el seis y el de Daniela Hurtado, el siete. Ambos tenían al igual que yo, enormes manchas en sus pechos.
Extraje la cámara fotográfica y tomé un par de fotos de cada uno de ellos.
Agradecí al médico de turno y salí con una fuerte comezón en el pecho. Me acerqué al mostrador de la enfermera; me levanté la camisa con el fin de que la mujer viera las manchas, no había duda, me había agarrado la enfermedad. Me bajé la camisa y después salí a la calle; el sol pegaba con menos fuerza pero aún así se sentía agradable.
Lo cierto es que había pasado dos meses ya, buscando las huellas de Daniela y por fin justo la noche anterior había visto su rostro; únicamente bastaba tomarle dos fotografías junto al porteño y el caso quedaría resuelto. Antes de encaminarme hasta el bar, quise echarle una mirada a las manchas; aún estaban allí, sólo que más grandes y más rojas que el día anterior. Caminé despacio, ya que el bar quedaba cerca de la pensión. El sol estaba en su punto más alto y caía en mi cabeza como si fuera un enorme pedazo de plomo. Abrí la puerta del bar, el mesero estaba detrás de la barra lavando la cristalería. Para hacer tiempo le pedí al mozo una milanesa con ensalada y una botella de vino; comí con calma. Pensé que en cualquier momento aparecería el porteño y la mujer; el vino me había aletargado los sentidos, sentía como si el tiempo súbitamente se hubiera detenido; habían pasado más de tres horas, y ni el hombre ni la mujer aparecían. Fui hasta la barra y pregunté por ellos, el mesero permaneció callado; saqué un billete de veinte dólares y lo puse sobre la mesa; el tipo miró el billete y después lo agarró.
Tomó una pluma y una servilleta y luego me pasó el escrito. Observé con calma; el hombre había anotado la dirección del “Hospital Rivadavia”, que estaba ubicado a cinco cuadras de la pensión. Frente al escritorio de información, sentí como si tuviera una olla de presión a punto de explotarme en la cabeza; respiré con fuerza y me calmé. Le mostré las fotografías a la enfermera, ella se quedó un rato mirando las fotos y después me dijo, que a los dos, a la mujer y al hombre los habían traído muertos ya. Como portaba mi credencial de detectives, pude pasar sin problemas a ver los cuerpos. El cajón del porteño era el seis y el de Daniela Hurtado, el siete. Ambos tenían al igual que yo, enormes manchas en sus pechos.
Extraje la cámara fotográfica y tomé un par de fotos de cada uno de ellos.
Agradecí al médico de turno y salí con una fuerte comezón en el pecho. Me acerqué al mostrador de la enfermera; me levanté la camisa con el fin de que la mujer viera las manchas, no había duda, me había agarrado la enfermedad. Me bajé la camisa y después salí a la calle; el sol pegaba con menos fuerza pero aún así se sentía agradable.
A ver anónimo, te escribe el autor de CAPA DE OZONO, TU SERVIDOR GERARDO BIDEAU, texto por cierto, original, sacado única y exclusivamente de mi mente, de mi imaginación,y de mis viajes, o sea de mi experiencia, no de ninguna trascripción, cosa que nunca he hecho, ni haré, , si aún así sigues dudando de mi autoría, te pido que visites mi blog:writerandactor.blogspot.com.
ResponderEliminarGERARDO BIDEAU