Los ronquidos del gordo Crespón
Jorge Londero
Especial
Cuando el Payo Miguel y el Negro Antonio aceptaron que el Gordo Daniel Crespón los llevara a pescar a la laguna de Serrano, en el sur cordobés, nunca imaginaron lo que en realidad pescarían.
“Se sacan pejerreyes de cuatro kilos”, los entusiasmó el Gordo. Y allá fueron los tres, en una Estanciera.
La fama de la laguna de Serrano era por entonces importante y eso fue comprobado por este trío a la hora de conseguir alojamiento. Sólo encontraron una hostería, y en una pieza del fondo amontonaron tres camas muy pequeñas para acomodarlos. Crespón se acostó en la cama del medio y cayó rendido. El Payo y el Negro se hicieron un tiempo para tomar una botellita de tinto mientras recordaban buenos tiempos.
No alcanzaron a servirse el primer vaso cuando sintieron un estallido que los sobresaltó.
En la confusión inicial se miraron, miraron al techo, espiaron por la ventana y pisaron firme el piso antes de entender de qué se trataba. El Gordo estaba roncando ¡Y cómo! Parecía una avalancha de rinocerontes.
Antonio utilizó el viejo método de tocar suavemente al gordo, que parecía un lobo marino acostado de cúbito dorsal, con la boca abierta y los ojos entrecerrados. El intento dio resultado: Crespón dejó de roncar y el silencio cayó en la pieza como una bendición. Una sensación de alivio invadió a los dos hombres despiertos en la habitación, que dejaron de lado la idea de charlar un rato y apuraron el trámite de acostarse.
Ambos procuraron hacer el menor ruido y se metieron con suavidad en sus camas, pero no alcanzaron a taparse cuando la pieza estalló de nuevo con el brutal ronquido.
Miguel fue práctico y directo al sacar su pierna derecha y meter una suave patada a Crespón en las nalgas. El Gordo no se despertó, pero se dio vuelta y, por unos instantes, dejó de roncar.
Cuando retomó su “serenata”, Antonio casi se muere.
—Me pusiste los bafles para mi lado, Miguel —recriminó el Negro.
–Este tipo es insoportable, con ese ruido no vamos a poder dormir en toda la noche –dijo Miguel.
Antonio se levantó y lo destapó, le pegó varias cachetadas, le tiró un vaso de agua en la cara y hasta le untó los pies con barro, distintos métodos que, según había escuchado, deberían ser útiles para eliminar los ronquidos. Nada dio resultado. El Gordo ni siquiera se despertaba.
Miguel propuso que consiguieran otra pieza, pero el conserje, tras enojarse porque lo despertaron, les informó que a esa hora sólo les podía poner un catre en el baño.
Al regresar a la habitación, comprendieron que ni borrachos podrían conciliar el sueño en medio de semejante ruido.
–¿Qué hacemos? —preguntó angustiado Miguel.
—Llamemos a la esposa, ella debe saber alguna técnica —propuso Antonio. Y ambos partieron para hacer la llamada que podía salvarles la noche.
El conserje de la hostería no les prestó el teléfono tras argumentar que estaba con llave para llamadas de larga distancia. Tuvieron que caminar siete cuadras, hasta el teléfono público de la plaza.
Tenían monedas y el teléfono tenía tono, todo estaba perfecto salvo por un detalle: ninguno de los dos se acordaba el número.
Estaban por tirar una moneda al aire para ver quién volvía a la habitación, cuando descubrieron que en el teléfono público había una guía telefónica colgada de una cadenita. La búsqueda fue sencilla y rápida. Antonio tomó el tubo y Miguel apoyó la oreja del otro lado para escuchar.
Sonó 14 veces, las contaron. Del otro lado, una voz femenina con tono adormilado los saludó y se entabló la siguiente conversación:
–Hola, ho… hola, perdón por llamar a esta hora…
–¿Quién es? ¿Qué pasa?
–¿Hablo con la esposa de Crespón?
–No, con la hija.
–¿Puedo hablar con tu mamá?
–¿Con mi mamá? Si no puede hablar por teléfono.
–¿Por qué? ¿Qué le pasa?
–Es más sorda que una tapia.
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