El que quiere, puede!!

El que quiere, puede!!

HOLA A LAS VISITAS!!!! (LEER ANTES DE NAVEGAR)

Explico para las visitas de qué se trata todo.
Siempre me gustó guardar, registrar, conservar. Así me veo hoy con una gran cantidad de material único y preciado. El blog me permite, por un lado guardarlo en lugar seguro y por otro compartirlo con otras personas.Lo reformo y completo constantemente, agrego secciones y me divierto mucho.
Les recomiendo visitar los enlaces de Mis Favoritos. Algunos son de mi creación también, como Películas, Glosario, Biblioteca, Libros que deseo.
Bienvenidos a mi lugar, vuelvan pronto.



21/1/09

Iván Noble


"y te di las llaves de la ciudad de mis antojos..."

"y es que estas ganas de irse llegaron para quedarse..."


"los caballos regalados siempre muerden
y Diosito que ayuda a los que nos madrugan..."


"¿Dónde queda el postre
cuando no hay cuchara
en este país que nos está cagando a trompadas?"


"Mis torpezas se pasan de listas
mis enojos no pierden la calma
y siempre que quedo preso de amores
llega un idiota y paga la fianza..."


"vendemos de oferta los sueños mas embarrados
con el alma entre las patas
prendiéndole velas a Cayetanos sordos..."


"desconfío hasta los huesos
de los siempre contentos..."


"Concretamente no me importa un cuerno
salvar el planeta
me duele muy poco si queda ozono o si no..."

7/1/09

Humita dulce


La humita más exquisita, la hago todo el año, cada vez que veo esos choclos amarillos, de granos grandes, jugosos y brillantes.
Ingredientes para 5 platos bien suculentos:
*6 ó 7 choclos grandes
*1Kg zapallo amarillo huevo, de los cáscara gris grandotes
*leche, casi un litro
*2 tomates maduros
*1 cebolla mediana
*1 pimiento rojo
*manteca, ají molido, sal, azúcar

Preparación
Desgranar los choclos en una fuente honda. Colocar unas cinco cucharadas en la licuadora, cubrir con un chorro grande de leche y licuar. No debe quedar completamente reducido a crema, sino espeso. Continuar de ese modo hasta terminar con todos los choclos. Se debe usar más de medio litro de leche.
Hacer una salsa con las verduras y manteca, a fuego bajo. Cuando los vegetales están bien rehogados y blandos (que no se quemen) se le agrega el choclo licuado y el zapallo pelado y cortado en cubos.
Se pone el fuego a máximo revolviendo hasta que hierva. Luego se baja a mínimo y se deja cocinar por lo menos una hora larga, removiendo de vez en cuando.
Se debe manejar bien el fuego de modo que no se pegue. Yo lo hago en una olla de aluminio común, pero puede ser también en una tipo ESSEN.
Al remover el zapallo se irá disolviendo solo, pero se lo puede retirar, hacer puré y volverlo a la olla.
Recién a la hora condimentar con un poquito de sal y el ají molido.
La leche se va reduciendo quedando una crema muy aromática.
Al final se le agregan algunas cucharadas de azúcar probando siempre hasta dar con el gusto.
Si se la quiere salada aumentar la cantidad de sal y descartar el azúcar.
Se sirve en platos hondos, bien caliente, arriba de dados de queso mantecoso de buena calidad.

Nota: Es deliciosa comerla fría cuando abres la heladera y te tientas con la sobra.

Tentar al diablo de Wilbur Smith

No pertenece a ninguna saga, es único. Muy al estilo del autor. Termina en forma cruel y hay episodios especialmente crueles. Transcurre en África, durante la segunda guerra mundial: alemanes e ingleses, a cual más malvado.

Zezé


Libro: Mi planta de naranja-lima
Autor: José Mauro de Vasconcelos

Pequeñito, rubio en una familia de morenos, pícaro, cantor para "adentro" (como yo), desobediente, travieso, castigado y puro como una flor, casi muere de tristeza...

Brillante alma de niño pobre, paupérrimo casi. Inteligente, fantasioso, travieso hasta romper toda paciencia, amigo de su Minguito Xururuca, de Manuel Valadares, el Portuga.


"Me sentía el ser más desgraciado del mundo.....Siempre tenía que ser el último. Cuando creciera iban a ver.Compraría una selva amazónica y todos los árboles que tocaran el cielo serían míos. Compraría un depósito de botellas llenas de ángeles y nadie tendría ni siquiera un trozo de ala. "



"-De vez en cuando usted debiera darle ese dinero a ella en vez de dármelo a mí. La mamá lava ropa y tiene once hijos. Yo divido mi masita con ella porque mamá me enseñó que uno debe dividir la pobreza propia con quien todavía es más pobre."


Inolvidable Zezé...

27/12/08

Capa de Ozono de Gerardo Bideau Ramos

A pesar de que algo horrible me iba a ocurrir decidí viajar a Argentina; era como si estuviera adelantando mi propia muerte. En mi mesa la botella estaba vacía. Los platos sucios ya se los había llevado el mesero. Alcé la vista; el reloj marcaba las dos en punto. Fui hasta el baño. Me levanté la camisa hasta el uello. En el pecho las manchas rojizas que me había visto ayer, ahora estaban más grandes. Me lavé las manos y volví a la mesa. En la barra un tipo alto calvo y de ojos verdes pedía un whisky con hielo. Miré la foto que tenía en la mano, volví a mirar al tipo y después dudé; me levanté con la copa en la mano y me acerqué a él. Sin que yo mencionara una sola palabra, el hombre comenzó a hablar sobre el insoportable calor que se padecía en Buenos Aires; al escucharlo hablar con ese tono tan alto y chillón, supuse de inmediato que tenía enfrente de mí al porteño. Sin duda era él.
Para evitar darle una trompada, me di media vuelta y lo dejé hablando solo. Me quedé unos minutos observándolo desde lejos, estaba tan borracho que no se daba cuenta en dónde me sentaba yo. Miré hacia el fondo. Una mujer rubia entraba al boliche del bar con un mate de cuero y un termo de agua caliente. Se acercó al porteño. Le dio un largo beso en la boca y luego ambos se intercambiaron el mate. Saqué una fotografía más. Miré bien; era la mujer que yo estaba buscando. En la barra, la escena me resultaba completamente repugnante.
Ella jalaba al porteño del brazo pero él ponía resistencia; finalmente después de un rato de forcejeo, la mujer lograba sacarlo de aquel lugar. Pagué lo qué debía, tomé mi último trago y me fui caminando tranquilamente a contar el dinero que en México me habían dado; diez mil dólares con veinticinco centavos estaban guardados en el segundo cajón de la gaveta. Saqué los billetes y los distribuí en la cama; empecé por acomodar billetes de quinientos, de cien y de cincuenta, los de diez y de un dólar, los coloqué encima de la almohada. El dinero estaba completo.
Ni un dólar de más ni un dólar de menos. El hombre que me había contratado siempre pensó que yo era el tipo ideal para poder localizar a Daniela Hurtado, su ex mujer. Sólo tenia que descubrir cómo y con quién se encontraba, y luego mandar un par de fotografías a México. En el aeropuerto mexicano mi cliente me despedía con la certeza de que yo iba a realizar un excelente trabajo en Sudamérica. 
Miré el reloj; eran las nueve de la mañana hora local de Buenos Aires; ese día me desperté con la sensación, de que recién había llegado al país.
Lo cierto es que había pasado dos meses ya, buscando las huellas de Daniela y por fin justo la noche anterior había visto su rostro; únicamente bastaba tomarle dos fotografías junto al porteño y el caso quedaría resuelto. Antes de encaminarme hasta el bar, quise echarle una mirada a las manchas; aún estaban allí, sólo que más grandes y más rojas que el día anterior. Caminé despacio, ya que el bar quedaba cerca de la pensión. El sol estaba en su punto más alto y caía en mi cabeza como si fuera un enorme pedazo de plomo. Abrí la puerta del bar, el mesero estaba detrás de la barra lavando la cristalería. Para hacer tiempo le pedí al mozo una milanesa con ensalada y una botella de vino; comí con calma. Pensé que en cualquier momento aparecería el porteño y la mujer; el vino me había aletargado los sentidos, sentía como si el tiempo súbitamente se hubiera detenido; habían pasado más de tres horas, y ni el hombre ni la mujer aparecían. Fui hasta la barra y pregunté por ellos, el mesero permaneció callado; saqué un billete de veinte dólares y lo puse sobre la mesa; el tipo miró el billete y después lo agarró.
Tomó una pluma y una servilleta y luego me pasó el escrito. Observé con calma; el hombre había anotado la dirección del “Hospital Rivadavia”, que estaba ubicado a cinco cuadras de la pensión. Frente al escritorio de información, sentí como si tuviera una olla de presión a punto de explotarme en la cabeza; respiré con fuerza y me calmé. Le mostré las fotografías a la enfermera, ella se quedó un rato mirando las fotos y después me dijo, que a los dos, a la mujer y al hombre los habían traído muertos ya. Como portaba mi credencial de detectives, pude pasar sin problemas a ver los cuerpos. El cajón del porteño era el seis y el de Daniela Hurtado, el siete. Ambos tenían al igual que yo, enormes manchas en sus pechos.
Extraje la cámara fotográfica y tomé un par de fotos de cada uno de ellos.
Agradecí al médico de turno y salí con una fuerte comezón en el pecho. Me acerqué al mostrador de la enfermera; me levanté la camisa con el fin de que la mujer viera las manchas, no había duda, me había agarrado la enfermedad. Me bajé la camisa y después salí a la calle; el sol pegaba con menos fuerza pero aún así se sentía agradable.

Odio desde la otra vida de Roberto Arlt

Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
—Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:
—Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole a la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.
Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:
—Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.
Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:
—Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.
Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:
—Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
—Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo—y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.
El árabe prosiguió:
—Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: "Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así". Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?
Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:
—Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
—. . .
—Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.
Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.
—Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podría odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:
—¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.
Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro "assani", presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.
Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y le invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:
—Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.
Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:
—Rakka, trae la pipa—y dirigiéndose a Fernando, aclaró:—Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictora. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán—era reciente y tajante—, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
—Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:
—Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
—Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
—Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar...
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.
Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
—Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
—Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.
—Soy inocente—exclamó Fernando—. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.—Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
—Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:
—¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.
Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
—Todo esto es extraño e increíblemente verídico.
Tell Aviv continuó:
—Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.
—No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.
Tell Aviv insistió.
—No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
—Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:
—Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre. . .

8/12/08

El Tao de los líderes de John Heider


En realidad todo el libro, que sólo tiene 165 páginas, es digno de ser releído. Transcribiré los párrafos que, por alguna razón, me impactan más. Acá van:



El liderato lúcido es servicio, no egoísmo.


Como el agua, el líder se somete. Porque el líder no empuja, el grupo no se resiente ni resiste.


¿Puedes mediar entre asuntos emocionales sin tomar partido ni escoger favoritos?


¿Puedes respirar libremente y permanecer relajado aun en presencia de apasionados temores y deseos?


¿Has limpiado tu propia casa?


¿Puedes ser amable con todos los bandos y dirigir al grupo sin dominarlo?


¿Puedes permanecer abierto y receptivo ante cualquier tema que surja?


¿Puedes mantener tu paz cuando has hallado la solución y los demás aún luchan por descubrirla?


El líder sabio habla rara vez y corto.


El líder enseña más con su ser que con su hacer.


*El brillante líder carece de estabilidad.


*Quien se apura no llega.


*Quien trata de brillar no ilumina.


*Líder que se promueve, líder inseguro.


*Líder que se cree líder, líder impotente.


*Líder que se muestra santo, líder que no es santo.


El líder que ve claro, ilumina a los demás.


El líder que sabe cuándo escuchar, cuándo actuar y cuándo apartarse, puede trabajar eficazmente con cualquiera.


La fuerza excesiva causa el contragolpe.


Si estoy en paz conmigo mismo, no gastaré la fuerza de mi vida en conflictos.


Mandar no es ganar.


La muestra de fuerza sugiere inseguridad.


Lo que se eleva bajará.


Cuando hay orden, hay poco que hacer.


No importa parecer tonto. Cuando hace frío, te azotas los costados con los brazos para entrar en calor. Pero cuando hace calor, te quedas quieto. Esto es sentido común.


Un grupo bien guiado no es una batalla de egos.


El deseo de tener la razón ciega a la gente.


El perro feroz muerde al intranquilo. La persona consciente y centrada avanza y pasa ilesa.


Primero, pon orden en tu vida.


El líder no puede ser seducido por ofrecimientos ni amenazas. El amor, el dinero, la fama -perdidas o ganadas- , no mueven al líder de su centro.


Mientras menos reglas, mejor.


La lucidez estimula a la gente, pero el brillo excesivo la inhibe.


Para actuar con eficacia, permanece alerta e imparcial. Si estás alerta, sabrás lo que está ocurriendo, no actuarás precipitadamente. Si eres imparcial, reaccionarás de una manera equilibrada y centrada. Di la verdad.


No actúes demasiado. No ayudes demasiado. No te preocupes por alcanzar el crédito por haber hecho algo.


El buen liderato consiste en motivar a la gente hacia sus más altos niveles mediante la oferta de oportunidades, no de obligaciones.


Nunca busques una batalla. Si te viene, cede; retírate.


El líder sabio conoce cuán doloroso es presumir conocimientos. Por eso es siempre un alivio decir: "No sé."


Al nacer, una persona es flexible y fluida. Al morir, una persona se hace rígida y estancada. El árbol que ha crecido y se ha hecho rígido se le corta para madera. Lo que es flexible y fluido tenderá a crecer. Lo que es rígido y estancado se atrofiará y morirá.


Tu asunto no consiste en estar en lo cierto ni en ganar discusiones. Tu asunto no consiste en hallar fallas en la posición del otro. Tu asunto no consiste en sentirte disminuido si la otra persona gana. Tu asunto consiste en facilitar lo que está ocurriendo, ganes o pierdas.







23/11/08

El Talmud

Tu amigo tiene un amigo, y el amigo de tu amigo tiene otro amigo; por consiguiente sé discreto.

20/11/08

El hornero de Leopoldo Lugones


La casita del hornero
tiene alcoba y tiene sala.
En la alcoba la hembra instala
justamente el nido entero.

En la sala, muy orondo,
el padre guarda la puerta,
con su camisa entreabierta
sobre su buche redondo.

Lleva siempre un poco viejo
su traje aseado y sencillo,
que, con tanto hacer ladrillo,
se la habrá puesto bermejo.

Elige como un artista
el gajo de un sauce añoso,
o en el poste rumoroso
se vuelve telegrafista.

Allá, si el barro está blando,
canta su gozo sincero.
Yo quisiera ser hornero
y hacer mi choza cantando.

Así le sale bien todo,
y así, en su honrado desvelo,
trabaja mirando al cielo
en el agua de su lodo.

Por fuera la construcción,
como una cabeza crece,
mientras, por dentro, parece
un tosco y buen corazón.

Pues como su casa es centro
de todo amor y destreza,
la saca de su cabeza
y el corazón pone adentro.

La trabaja en paja y barro,
lindamente la trabaja,
que en el barro y en la paja
es arquitecto bizarro.

La casita del hornero
tiene sala y tiene alcoba,
y aunque en ella no hay escoba,
limpia está con todo esmero.

Concluyó el hornero el horno,
y con el último toque,
le deja áspero el revoque
contra el frío y el bochorno.

Ya explora al vuelo el circuito,
ya, cobre la tierra lisa,
con tal fuerza y garbo pisa,
que parece un martillito.

La choza se orea, en tanto,
esperando a su señora,
que elegante y avizora,l
llena su humildad de encanto.

Y cuando acaba, jovial,
de arreglarla a su deseo,
le pone con un gorjeo
su vajilla de cristal.

Lágrimas de desamor de Miranda Lee (Sólo el prólogo)

ERA perfecta, se dijo Justin al ver a la señorita Rachel Witherspoon entrar en la oficina para la entrevista.

De aspecto sencillo y formal, iba vestida con un traje negro nada sexy y tenía el cabello castaño recogido en un moño trenzado. No llevaba maquillaje ni perfume, comprobó Justin con alivio; era la antítesis absoluta de la rubia explosiva que se había paseado por la oficina contoneando el trasero durante el mes anterior, simulando ser su secretaria.

No, estaba siendo injusto. La chica había sido bastante eficiente, pero, al cabo de unos pocos días, dejó claro que sus servicios podían ir más allá de los de una simple secretaria. Aprovechaba cada oportunidad, y cada arma de su considerable arsenal físico, para transmitirle dicho mensaje. Lo había bombardeado con sus sonrisas, sus ropas y sus comentarios provocativos hasta que Justin no pudo soportarlo más. El lunes anterior, al verla entrar con un escote más exagerado que el de una prostituta, le anunció que aquella sería su última semana en la oficina, aduciendo que había contratado a una secretaria permanente.

Era mentira, sí, pero una mentira necesaria para su cordura.

No era que se sintiera sexualmente atraído por ella. Pero cada vez que aquella chica lo abordaba, Justin se acordaba de lo que Mandy había estado haciendo con su jefe. Aún lo hacía mientras viajaba con él por todo el mundo como su ayudante personal.

Justin apretó los dientes al pensarlo. Habían transcurrido dieciocho meses desde que su esposa le confesó lo que ocurría y le comunicó la devastadora noticia de que pensaba dejarlo para amancebarse con su jefe.

¡Dieciocho meses! Pero el dolor no desaparecía. El dolor de la traición y el engaño, agravado por el recuerdo de las cosas que Mandy le dijo aquel último día. ¡Cosas crueles, hirientes!

Otros hombres habrían curado su ego herido acostándose con todas las mujeres que se pusieran a su alcance. Pero él no se había acostado con nadie desde que Mandy lo dejó. La mera idea de intimar físicamente con otra mujer le producía escalofríos. Por supuesto, esto era algo que sus amigos y conocidos varones ignoraban. Uno no confesaba una cosa semejante a otros hombres. Su madre, en cambio, sí lo había intuido. Sabía hasta qué punto lo habían herido la infidelidad y el abandono de Mandy, y no dejaba de decirle que algún día encontraría a una mujer realmente buena que lo ayudaría a olvidarla.

Las madres eran las eternas optimistas. Y unas casamenteras incorregibles.

Así pues, cuando su madre, a quien había hablado de la situación en la oficina, le telefoneó para anunciarle que había encontrado a la secretaria perfecta, Justin se sintió comprensiblemente receloso.

Pero al final accedió a entrevistar a la señora Witherspoon.

Y allí la tenía.

¡Qué delgada estaba! Y parecía terriblemente cansada, con aquellas grandes ojeras. Aunque tenía bonitos ojos, de un color interesante. Pero muy tristes...

Según la fecha de nacimiento que figuraba en el currículum, tenía tan solo treinta y un años, pero parecía más cercana a los cuarenta.

Era comprensible, se dijo Justin, después de lo que había pasado aquellos últimos años. Lo invadió una oleada de compasión y decidió ofrecerle el puesto. Aun así, siguió el procedimiento de la entrevista para que ella no sospechase. A nadie le gustaba la conmiseración. Ni la lástima.

‑Bien, Rachel ‑dijo Justin una vez que ella se hubo sentado en la silla‑, mi madre me ha hablado mucho de usted. Y su currículum es impresionante ‑añadió señalando el historial de trabajo que había recibido por fax el día anterior‑. He visto que una vez quedó finalista en el concurso de Secretaria del Año. Y que su jefe en aquel entonces ocupaba un puesto muy alto en la Australian Broadcasting Corporation. Podría hablarme de su experiencia profesional en dicha empresa...

Los amigos de Julio Cortázar

En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras.
En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café, y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos, la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido -y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo- todo quedaría despachado en un momento.
Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.
Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran.
De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia. A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla.
Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

El niño con el piyama a rayas de John Boyle (Primera parte)


1

El descubrimiento de Bruno
Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una sorpresa al ver que Maria, la criada de la familia -que siempre andaba cabizbaja y no solía levantar la vista de la alfombra-, estaba en su dormitorio sacando todas sus cosas del armario y metiéndolas en cuatro grandes cajas de madera; incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más.
-¿Qué haces? -le preguntó con toda la educación de que fue capaz, pues, aunque no le hizo ninguna gracia encontrarla revolviendo sus cosas, su madre siempre le recordaba que tenía que tratarla con respeto y no limitarse a imitar el modo en que Padre se dirigía a la criada-. Noto que seso.
Maria sacudió la cabeza y señaló la escalera, detrás de Bruno, donde acababa de aparecer la madre del niño. Era una mujer alta y de largo cabello pelirrojo, recogido en la nuca con una especie de redecilla. Se retorcía las manos, nerviosa, como si hubiera algo que le habría gustado no tener que decir o algo que le habría gustado no tener que creer.
-Madre -dijo Bruno-, ¿qué pasa? ¿Por qué Maria está revolviendo mis cosas?
-Está haciendo las maletas.
-¿Haciendo las maletas? -repitió él, y repasó a toda prisa los días anteriores, considerando si se había portado especialmente mal o si había pronunciado aquellas palabras que tenía prohibido pronunciar, y si por eso lo castigarían mandándolo a algún sitio. Pero no encontró nada. Es más, en los últimos días se había portado de forma perfectamente correcta y no recordaba haber causado ningún problema -. ¿Por qué? -preguntó entonces-. ¿Qué he hecho?
Pero Madre ya había subido a su dormitorio, donde Lars, el mayordomo, estaba recogiendo sus cosas. La mujer echó un vistazo, suspiró y alzó las manos con gesto de frustración antes de volver hacia la escalera. En ese momento Bruno subía, porque no pensaba olvidar el asunto sin haber recibido una explicación.
-Madre -insistió-, ¿qué pasa? ¿Vamos a mudarnos?
-Ven conmigo -dijo ella, señalando el gran comedor, donde la semana anterior había cenado el Furias-. Hablaremos abajo.
Bruno se volvió y bajó la escalera a toda prisa, adelantando a su madre, de modo que ya la esperaba en el comedor cuando ella llegó. La observó un momento en silencio y pensó que aquella mañana se había aplicado mal el maquillaje, porque tenía los bordes de los párpados más rojos de lo habitual, igual que se le ponían a él cuando se portaba mal, se metía en un aprieto y acababa llorando.
-Mira, hijo, no tienes que preocuparte -dijo ella, acomodándose en la silla donde se había sentado la acompañante del Furias, una rubia hermosísima, y desde donde ésta se había despedido de Bruno con la mano cuando Padre cerró las puertas-. Ya verás, de hecho vas a vivir una gran aventura.
-¿Qué aventura? ¿Vais a mandarme a algún sitio?
-No, no te vas sólo tú -repuso ella, y por un instante pareció que quería sonreír-. Nos vamos todos. Tú, Gretel, tu padre y yo. Los cuatro.
Brunoarrugólanariz. Noleimportaba demasiado que enviaran a Gretel a algún sitio, porque ella era tonta de remate y no hacía más que fastidiarlo, pero le pareció un poco injusto que todos tuvieran que irse con ella.
-Pero ¿adónde? -preguntó-. ¿Adónde nos vamos? ¿Por qué no podemos quedarnos aquí?
-Es por el trabajo de tu padre. Ya sabes lo importante que es, ¿verdad?
-Sí, claro. -Bruno asintió con la cabeza. Siempre acudían muchas visitas a la casa (hombres con uniformes fabulosos y mujeres con máquinas de es escribir que él no podía tocar con las manos sucias), y todos se mostraban muy educados con su padre y comentaban que era un hombre con porvenir y que el Furia tenía grandes proyectos para él.
-Bueno, pues a veces, cuando alguien es muy importante -continuó Madre-, su jefe le pide que vaya a algún sitio para hacer un trabajo muy especial.
-¿Qué clase de trabajo? -preguntó Bruno, porque sinceramente (y él siempre procuraba ser sincero consigo mismo) no estaba del todo seguro de en qué consistía el trabajo de Padre.
Un día, en la escuela, todos habían hablado de sus padres y Karl había dicho que el suyo era verdulero, y Bruno sabía que era verdad porque regentaba la verdulería del centro de la ciudad. Y Daniel había dicho que su padre era maestro, y Bruno sabía que era verdad porque enseñaba a los chicos mayores, aquellos a quienes no era conveniente acercarse. Y Martin había dicho que su padre era cocinero, y Bruno sabía que era verdad porque cuando iba a buscar a su hijo a la escuela siempre llevaba una bata blanca y un delantal de cuadros escoceses, como si acabara de salir de la cocina.
Pero cuando le preguntaron a Bruno qué hacía su padre, él abrió la boca para contestar y entonces se dio cuenta de que no lo sabía. Sólo podía decir que era un hombre con porvenir y que el Furias tenía grandes proyectos para él. Bueno, eso y que tenía un uniforme fabuloso.
-Es un trabajo muy importante-dijo Madre tras vacilar un instante-. Un trabajo para el que se requiere un hombre muy especial. Lo entiendes, ¿verdad?
-¿Y tenemos que ir todos?
-Por supuesto. No querrás que Padre vaya solo a hacer ese trabajo y que esté triste, ¿no?
-No, claro -concedió Bruno.
-Padre nos añoraría mucho si no nos tuviera a su lado -añadió ella.
-¿A quién añoraría más? ¿A mí o a Gretel?
-Os añoraría a ambos por igual -afirmó Madre, porque no le gustaba mostrar favoritismos, algo que Bruno respetaba, sobre todo porque sabía que en el fondo él era su favorito.
-Pero ¿y la casa? ¿Quién cuidará de ella mientras estemos fuera?
La madre suspiró y paseó la mirada por la habitación como si no fuera a verla nunca más. Era una casa muy bonita, con cinco plantas, contando el sótano donde el cocinero preparaba las comidas y donde Maria y Lars se sentaban a la mesa y discutían y se llamaban cosas que no había que llamar a nadie. Y contando también la pequeña buhardilla de ventanas inclinadas que había en lo alto del edificio, desde donde Bruno podía contemplar todo Berlín si se ponía de puntillas y se aferraba al marco.
-De momento tenemos que cerrar la casa -dijo Madre-. Pero algún día regresaremos.
-¿Y el cocinero? ¿Y Lars?¿Y Maria?¿No seguirán viviendo aquí?
-Ellos vienen con nosotros. Pero basta de preguntas. Quiero que subas y ayudes a Maria a hacer tus maletas.
El niño se levantó, pero no fue a ninguna parte. Necesitaba aclarar unas cuantas cosas más antes de dar el tema por zanjado.
-¿Y está muy lejos? -preguntó-. Ese sitio al que vamos. ¿Está a más de un kilómetro?
-¡Qué gracia! -exclamó Madre, y rió de manera extraña, porque no parecía contenta, desviando la mirada como para evitar que su hijo le viera la cara-. Sí, Bruno, está a más de un kilómetro. La verdad es que está bastante más lejos.
Bruno abrió mucho los ojos y sus labios formaron una O. Notó que los brazos se le extendían hacia los lados, como solía ocurrirle cuando algo le sorprendía.
-No querrás decir que nos vamos de Berlín, ¿verdad? -repuso, intentando tomar aire al mismo tiempo que pronunciaba aquellas palabras.
-Me temo que sí -dijo Madre, asintiendo tristemente con la cabeza-. El trabajo de tu padre es...
-Pero ¿y la escuela? -la interrumpió Bruno, algo que sabía que no debía hacer, aunque supuso que en aquella ocasión su madre le perdonaría-. ¿Y Karl y Daniel y Martin? ¿Cómo sabrán ellos dónde estoy cuando queramos hacer cosas juntos?
-Tendrás que despedirte de tus amigos por un tiempo. Pero descuida, volverás a verlos más adelante. Y no interrumpas a tu madre cuando te habla, por favor -añadió, pues pese a que aquélla era una noticia extraña y desagradable, no había ninguna necesidad de que Bruno incumpliera las normas de educación que le habían inculcado.
-¿Despedirme de ellos? -preguntó el niño mirándola fijamente-. ¿Despedirme de ellos? -repitió, escupiendo las palabras como si tuviera la boca llena de trocitos de galleta masticados-. ¿Despedirme de Karl y Daniel y Martin? -continuó, subiendo peligrosamente el tono hasta casi gritar, algo que no le estaba permitido dentro de casa-. ¡Pero si son mis tres mejores amigos para toda la vida!
-Bueno, ya harás nuevas amistades -dijo Madre quitándole importancia con un ademán, como si fuera fácil encontrar a tres mejores amigos para toda la vida.
-Es que nosotros teníamos planes -protestó él.
-¿Planes? -Madre enarcó las cejas-. ¿Qué clase de planes?
-Eso no puedo decírtelo -contestó Bruno, ya que sus planes consistían en portarse mal, sobre todo al cabo de unas semanas, cuando terminara el curso escolar y empezaran las vacaciones de verano. Entonces no tendrían que pasar todo el día sólo haciendo planes, sino que podrían ponerlos en práctica.
-Lo siento, hijo, pero tus planes tendrán que esperar. No tenemos alternativa.
-Pero...
-Basta, Bruno -espetó ella con brusquedad, poniéndose en pie para demostrarle que lo decía en serio-. Precisamente la semana pasada te quejabas de cómo habían cambiado las cosas en los últimos tiempos.
-Bueno, es que no me gusta que ahora haya que apagar todas las luces por la noche -admitió él.
-Eso lo hace todo el mundo. Así nos protegemos. Y quién sabe, quizá estemos más seguros si nos marchamos. Bueno, ahora quiero que subas y ayudes a Maria a hacer tus maletas. No tenemos tanto tiempo como me habría gustado para prepararnos, gracias a ciertas personas.
Bruno asintió y se alejó cabizbajo, consciente de que "ciertas personas" era una expresión que utilizaban los adultos y que significaba "Padre", y que él no debía emplearla.
Subió despacio la escalera, sujetándose a la barandilla con una mano mientras se preguntaba si en la casa nueva de aquel sitio nuevo donde estaba el trabajo nuevo de su padre habría una barandilla tan fabulosa como aquélla para deslizarse. Porque la barandilla de su casa arrancaba del último piso -justo enfrente de la pequeña buhardilla desde donde, si se ponía de puntillas y se aferraba al marco de la ventana, podía contemplar todo Berlín-, discurría hasta la planta baja y terminaba justo enfrente de la enorme puerta de roble de doble hoja.
Y no había nada que a Bruno le gustara más que montarse en la barandilla en el último piso y deslizarse por toda la casa haciendo zuuum".
Bajaba desde el último piso hasta el siguiente, donde se encontraban el dormitorio de sus padres y el cuarto de baño grande que no le dejaban utilizar.Continuaba hasta el siguiente, donde estaba su dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño más pequeño que sí le dejaban utilizar y que en realidad habría debido utilizar más a menudo.
Y seguía hasta la planta baja, donde se caía del extremo de la barandilla. Debía aterrizar con los dos pies si no quería recibir una penalización de cinco puntos y verse obligado a empezar de nuevo.
La barandilla era lo mejor de la casa -eso y que los abuelos vivían muy cerca-. Cuando reparó en aquello, Bruno se preguntó si ellos irían también al sitio del nuevo trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo iban a dejarlos allí? A Gretel nadie la necesitaba mucho porque era tonta de remate -todo habría sido más fácil si ella se hubiera quedado al cuidado de la casa-, pero los abuelos... Hombre, aquello era muy distinto.
Subió despacio la escalera hacia su dormitorio, pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a Madre abriendo la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba con el comedor -y donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones-, y la oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho más fuerte que ella, poniendo fin a la conversación. Entonces la puerta del despacho se cerró y Bruno no oyó nada más, de modo que le pareció buena idea volver a su habitación y encargarse personalmente de hacer las maletas; de lo contrario, Maria sacaría todas sus cosas del armario sin cuidado ni consideración, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble y que eran suyas y de nadie más.

La náusea de Jean-Paul Sartre (Sólo el comienzo)

HOJA SIN FECHA
Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio.
Por ejemplo, ésta es una caja de cartón que contiene la botella de tinta. Habría que tratar de decir cómo la veía antes y cómo la[1] ahora. ¡Bueno! Es un paralelepípedo rectángulo; se recorta sobre... es estúpido, no hay nada que decir. Pienso qué éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad. Por otra parte, es cierto que de un momento a otro —y precisamente a propósito de esta caja o de otro objeto cualquiera—, puedo recuperar la impresión de ante ayer. Debo estar siempre preparado, o se me escurrirá una vez más entre los dedos. No [2] nada, sino anotar con cuidado y prolijo detalle todo lo que se produce.
Naturalmente, ya no puedo escribir nada claro sobre las cuestiones del miércoles y de anteayer; estoy demasiado lejos; lo único que puedo decir es que en ninguno de los dos casos hubo nada de lo que de ordinario se llama un acontecimiento. El sábado los chicos jugaban a las tagüitas y yo quise tirar, como ellos, un guijarro al agua. En ese momento me detuve, dejé caer el guijarro y me fui. Debí de parecer chiflado, probablemente, pues los chicos se rieron a mis espaldas.
Esto en cuanto a lo exterior. Lo que sucedió en mí no ha dejado huellas. Había algo que vi y que me disgustó, pero ya no sé si miraba el mar o la piedrecita. La piedra era chata, seca de un lado, húmeda y fangosa del otro. Yo la tenía por los bordes, con los dedos muy separados para no ensuciarme.Anteayer fue mucho más complicado.
Y hubo además esa serie de coincidencias y de quid pro quo que no me explico. Pero no me entretendré poniendo todo esto por escrito.
En fin; lo cierto es que tuve miedo o algo por el estilo. Si por lo menos supiera de qué tuve miedo, ya sería un gran paso.
Lo curioso es que no estoy nada dispuesto a creerme loco; hasta veo con evidencia que no lo estoy: todos los cambios conciernen a los objetos. Por lo menos quisiera estar seguro de esto.
[1] Espacio en blanco.
[1] Hay una palabra tachada (quizá “forzar” o “forjar”); otra, agregada encima, es ilegible.

Acá dejo un link para descargar en PDF o en Epub

https://www.lectulandia.com/book/la-nausea/

El crimen perfecto de Jean Baudrillard

Si no existieran las apariencias, el mundo sería un crimen perfecto, es decir, sin criminal, sin víctima y sin móvil. Un crimen cuya verdad habría desaparecido para siempre, y cuyo secreto no se desvelaría jamás por falta de huellas.
Pero, precisamente, el crimen nunca es perfecto, pues el mundo se traiciona por las apariencias, que son las huellas de su inexistencia, las huellas de la continuidad de la nada, ya que la propia nada, la continuidad de la nada, deja huellas. Y así es como el mundo traiciona su secreto. Así es como se deja presentir, ocultándose detrás de las apariencias.
También el artista está cerca siempre del crimen perfecto, que es no decir nada. Pero se aparta de él, y su obra es la huella de esta imperfección criminal. Según Michaux, el artista es aquel que se resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar huellas.
La perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya realizado —perfectum—. Desviación, desde antes de que se produzca, del mundo tal como es. Por tanto, jamás será descubierto. No habrá Juicio Final para castigarlo o para absolverlo. No habrá final porque las cosas siempre han ocurrido ya. Ni resolución ni absolución, sino desarrollo ineluctable de las consecuencias. Precesión del crimen original —¿cuya forma irrisoria tal vez se encontraría en la precesión actual de los simulacros?—. Nuestro destino, a partir de ahí, es la realización de ese crimen, su desarrollo implacable, la continuidad del mal, la continuación de la nada. Jamás viviremos su escena primitiva, pero vivimos en todo momento su prosecución y su expiación. No hay final para eso, y sus consecuencias son incalculables.
De la misma manera que los pocos segundos iniciales del Big Bang son insondables, los pocos segundos del crimen original son inencontrables. Crimen fósil, por tanto, igual que los ruidos fósiles esparcidos por el universo. Y es la energía de este crimen, como la del estallido final, la que se distribuirá por el mundo, hasta su eventual agotamiento.
Ésta es la visión mítica del crimen original, la de la alteración del mundo en el juego de la seducción y las apariencias, y de su ilusión definitiva.
Ésta es la forma del secreto.
La gran pregunta filosófica era: «¿Por qué existe algo en lugar de nada?» Hoy, la auténtica pregunta es: «¿Por qué no existe nada en lugar de algo?»
La ausencia de las cosas por sí mismas, el hecho de que no se produzcan a pesar de lo que parezca, el hecho de que todo se esconda detrás de su propia apariencia y que, por tanto, no sea jamás idéntico a sí mismo, es la ilusión material del mundo. Y ésta sigue siendo, en el fondo, el gran enigma, el que nos sume en el terror y del que nos protegemos con la ilusión formal de la verdad.
So pena de aterrorizarnos, tenemos que descifrar el mundo, y aniquilar, por tanto, su ilusión primera. No soportamos el vacío, ni el secreto, ni la apariencia pura. ¿Y por qué tenemos que descifrarlo, en lugar de dejar que irradie su ilusión como tal, en todo su esplendor? Pues bien, también eso es un enigma, y forma parte del enigma que no podamos soportar su carácter enigmático. Que no podamos soportar su ilusión ni su apariencia pura forma parte del mundo. Tampoco soportaríamos mejor, si tuviera que existir, su verdad radical y su transparencia.
La verdad, por su parte, quiere ofrecerse desnuda. Busca la desnudez desesperadamente, como Madonna en la película que la hizo famosa. Su striptease desesperanzado es el mismo que el de la realidad, que se «oculta» en sentido literal, ofreciendo a los ojos de los mirones crédulos la apariencia de la desnudez. Pero esta desnudez la rodea, precisamente, de una segunda película, que ni siquiera tiene el encanto erótico del traje. Ya no hacen falta solteros para desnudarla[1], puesto que ha renunciado por sí misma al trampantojo a cambio del strip-tease.
Por otra parte, la principal objeción a la realidad es su carácter de sumisión incondicional a todas las hipótesis que pueden hacerse sobre ella. Así es como desanima a las mentes más activas, con su conformismo más miserable. Podemos someterla, a ella y a su principio (¿qué hacen además juntos, sino copular vulgarmente y engendrar innumerables evidencias?), a las servicias más crueles, a las provocaciones más obscenas, a las insinuaciones más paradójicas, se doblega a todo con un servilismo inexorable. La realidad es una perra. ¿Qué tiene de asombroso, por otra parte, ya que ha nacido de la fornicación de la estupidez con el espíritu de cálculo —desecho de la ilusión sagrada entregada a los chacales de la ciencia?
Para recuperar la huella de la nada, de la inconclusión, de la imperfección del crimen, hay que suprimir, por tanto, la realidad del mundo. Para recuperar la constelación del secreto, hay que suprimir la acumulación de realidad y de lenguaje. Hay que suprimir una tras otra las palabras del lenguaje, suprimir una tras otra las cosas de la realidad, arrancar lo mismo a lo mismo. Es preciso que, detrás de cada fragmento de realidad, haya desaparecido algo para garantizar la continuidad de la nada —sin ceder, por ello, a la tentación de la aniquilación, ya que es preciso que la desaparición permanezca viva, que la huella del crimen permanezca viva.
Lo que hemos desaprendido de la modernidad, en la que hemos acumulado, adicionado, sobrepujado incesantemente, es que sólo la sustracción da la fuerza y que de la ausencia nace la potencia. Y como ya no somos capaces de afrontar el dominio simbólico de la ausencia, estamos sumidos en la ilusión contraria, la ilusión, desencantada, de la proliferación de las pantallas y las imágenes.
Ahora bien, la imagen ya no puede imaginar lo real, ya que ella misma lo es. Ya no puede soñarlo, ya que ella es su realidad virtual. Es como si las cosas hubieran engullido su espejo y se hubieran convertido en transparentes para sí mismas, enteramente presentes para sí mismas, a plena luz, en tiempo real, en una transcripción despiadada. En lugar de estar ausentes de sí mismas en la ilusión, se ven obligadas a inscribirse en los millares de pantallas de cuyo horizonte no sólo ha desaparecido lo real, sino también la imagen. La realidad ha sido expulsada de la realidad. Sólo la tecnología sigue tal vez uniendo los fragmentos dispersos de lo real. Pero ¿adonde ha ido a parar la constelación del sentido?
La única incógnita que queda es saber hasta qué punto puede desrealizarse el mundo antes de sucumbir a su excesivamente escasa realidad, o, a la inversa, hasta qué punto puede hiperrealizarse antes de sucumbir bajo el exceso de realidad (es decir, cuando, convertido en absolutamente real, convertido en más verdadero que lo verdadero, caiga bajo el golpe de la simulación total).
No es seguro, sin embargo, que la constelación del secreto sea aniquilada por la transparencia del universo virtual, ni que la fuerza de la ilusión sea barrida por la operación técnica del mundo. Cabe presentir detrás de todas las técnicas una suerte de afectación absoluta y de doble juego: su misma exorbitancia las convierte en un juego de desaparición del mundo escondido tras la ilusión de transformarlo. ¿La técnica es la alternativa asesina a la ilusión del mundo, o bien sólo es un avatar gigantesco de la misma ilusión fundamental, su sutil peripecia esencial, la última hipóstasis?
A través de la técnica, tal vez sea el mundo el que se ríe de nosotros, el objeto que nos seduce con la ilusión del poder que tenemos sobre él. Hipótesis vertiginosa: la racionalidad, culminante en la virtualidad técnica, sería la última de las tretas de la sinrazón, de esa voluntad de ilusión, cuya voluntad de verdad sólo es, según Nietzsche, un rodeo y un avatar.
En el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo sino que ya ni siquiera puede ser planteada la pregunta de su existencia. Pero es posible que esto sea una treta del propio mundo. Los iconólatras de Bizancio eran personas sutiles que pretendían representar a Dios para su mayor gloria pero que, al simular a Dios en las imágenes, disimulaban con ello el problema de su existencia. Detrás de cada una de ellas, de hecho, Dios había desaparecido. No había muerto, había desaparecido. Es decir, ya no se planteaba el problema. Quedaba resuelto con la simulación. Lo mismo hacemos con el problema de la verdad o de la realidad de este mundo: lo hemos resuelto con la simulación técnica y con la profusión de imágenes en las que no hay nada que ver.
Pero ¿no es la estrategia del propio Dios aprovechar las imágenes para desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huellas?
Así se ha realizado la profecía: vivimos en un mundo en el que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición. El arte no hace hoy otra cosa. Los media no hacen hoy otra cosa. Por eso están condenados al mismo destino.
Como ya nada quiere ser exactamente contemplado, sino sólo visualmente absorbido y circular sin dejar huellas, dibujando en cierto modo la forma estética simplificada del intercambio imposible, es difícil hoy en día recobrar las apariencias. De suerte que el discurso que lo explicara sería un discurso en el que no hay nada que decir, el equivalente de un mundo en el que no hay nada que ver. El equivalente de un objeto puro, de un objeto que no lo es. La equivalencia armoniosa de la nada por la nada, del Mal por el Mal. Pero el objeto que no lo es nos obsesiona sin parar con su presencia vacía e inmaterial. Todo el problema consiste, en las fronteras de la nada, en materializar esta nada, en las fronteras del vacío, en trazar la filigrana del vacío, en las fronteras de la indiferencia, en jugar de acuerdo con las reglas misteriosas de la indiferencia.
La identificación del mundo es inútil. Hay que captar las cosas en su sueño, o en cualquier otra coyuntura en la que se ausenten de sí mismas. Igual que en las «Bellas Durmientes», donde los ancianos pasan la noche al lado de esas mujeres, locos de deseo, pero sin tocarlas, y se eclipsan antes de su despertar. También ellos se tienden al lado de un objeto que no lo es, y cuya indiferencia total estimula el sentido erótico. Pero lo más enigmático es que nada permite saber si ellas duermen realmente o si disfrutan maliciosamente, desde el fondo de su sueño, de su seducción y de su propio deseo en suspenso.
No ser sensible a este grado de irrealidad y de juego, de malicia y de espiritualidad irónica del lenguaje y del mundo, equivale, en efecto, a no ser capaz de vivir. La inteligencia no es otra cosa que el presentimiento de la ilusión universal hasta en la pasión amorosa, sin que ésta, sin embargo, se vea alterada en su movimiento natural. Existe algo más fuerte que la pasión: la ilusión. Existe algo más fuerte que el sexo o la felicidad: la pasión de la ilusión.
La identificación del mundo es inútil. Ni siquiera podemos identificar nuestro rostro, ya que su simetría se ve alterada por el espejo. Verla tal cual es sería una locura, ya que no tendríamos secreto para nosotros mismos, y nos veríamos, por tanto, aniquilados por transparencia. ¿Acaso el hombre no ha evolucionado hacia una forma tal que su rostro se le hace invisible y se convierte definitivamente en no identificable, no sólo en el secreto de su rostro, sino en el de cualquiera de sus deseos? Pues ocurre lo mismo con cualquier objeto, que sólo nos llega definitivamente alterado, incluso en la pantalla de la ciencia, incluso en el espejo de la información, incluso en la pantalla de nuestro cerebro. Así pues, todas las cosas se ofrecen sin la esperanza de ser otra cosa que la ilusión de sí mismas. Y está bien que sea así.
Menos mal que los objetos que se nos aparecen siempre han desaparecido ya. Menos mal que nada se nos aparece en tiempo real, ni siquiera las estrellas en el cielo nocturno. Si la velocidad de la luz fuera infinita, todas las estrellas estarían allí simultáneamente, y la bóveda del cielo sería de una incandescencia insoportable. Menos mal que nada pasa en el tiempo real, de lo contrario nos veríamos sometidos, en la información, a la luz de todos los acontecimientos, y el presente sería de una incandescencia insoportable. Menos mal que vivimos bajo la forma de una ilusión vital, bajo la forma de una ausencia, de una irrealidad, de una no inmediatez de las cosas. Menos mal que nada es instantáneo, ni simultáneo, ni contemporáneo. Menos mal que nada está presente ni es idéntico a sí mismo. Menos mal que la realidad no existe. Menos mal que el crimen nunca es perfecto.

Pacto de sangre de Mario Benedetti

A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas.
Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre).
Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia. Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona.
La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de mizar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad no presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden.
Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venías ahora. a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.
El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto., que se llama Octavio com yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos.
Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío.
La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braulio, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado.
De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre.
Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quien contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo?
Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.
Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre.
Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.

Sábado de Gloria de Mario Benedetti

Desde antes de despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las seis y cuarto de la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa de mi madre los zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en los otros zapatos, los comunes, porque me pone fuera de mi sentir como la humedad me va enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era domingo y me podía quedar un rato bajo las frazadas. Eso -la certeza del feriado- me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra. Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo colgado y me da náusea pasar tan cerca de los tranvías. En realidad no es náusea sino miedo, un miedo horroroso.
Eso no significa que piense en la muerte sino que me da asco imaginarme con la cabeza rota o despanzurrado en medio de doscientos preocupados curiosos que se empinarán para verme y contarlo todo, al día siguiente, mientras saborean el postre en el almuerzo familiar. Un almuerzo familiar semejante al que liquido en veinticinco minutos, completamente solo, porque Gloria se va media hora antes a la tienda y me deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a fuego lento, de manera que no tengo más que lavarme las manos y tragar la sopa, la milanesa, la tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario y lanzarme otra vez a la caza del ómnibus. Cuando llego a las dos, escrituro las veinte o treinta operaciones que quedaron pendientes y a eso de las cinco acudo con mi libreta al timbrazo puntual del vicepresidente que me dicta las cinco o seis cartas de rigor que debo entregar, antes de las siete, traducidas al inglés o al alemán.
Dos veces por semana, Gloria me espera a la salida para divertirnos en un cine donde ella llora copiosamente y yo estrujo el sombrero o mastico el programa. Los otros días ella va a ver a su madre y yo atiendo la contabilidad de dos panaderías, cuyos propietarios -dos gallegos y un mallorquín- ganan lo suficiente fabricando bizcochos con huevos podridos, pero más aún regentando las amuebladas más concurridas de la zona sur. De modo que cuando regreso a casa, ella está durmiendo o -cuando volvemos juntos- cenamos y nos acostamos en seguida, cansados como animales. Muy pocas noches nos queda cuerda para el consumo conyugal, y así, sin leer un solo libro, sin comentar siquiera las discusiones entre mis compañeros o las brutalidades de su jefe, que se llama a sí mismo un pan de Dios y al que ellos denominan pan duro, sin decirnos a veces buenas noches, nos quedamos dormidos sin apagar la luz, porque ella quería leer el crimen y yo la página de deportes.
Los comentarios quedan para un sábado como éste. (Porque en realidad era un sábado, el final de una siesta de sábado). Yo me levanto a las tres y media y preparo el té con leche y lo traigo a la cama y ella se despierta entonces y pasa revista a la rutina semanal y pone al día mis calcetines antes de levantarse a las cinco menos cuarto para escuchar la hora del bolero.
Sin embargo, este sábado no hubiera sido de comentarios, porque anoche después del cine me excedí en el elogio de Margaret Sullavan y ella sin titubear, se puso a pellizcarme y, como yo seguía inmutable, me agredió con algo mas temible y solapado como la descripción simpática de un compañero de la tienda, y es una trampa, claro, porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne y hueso. Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una media hora con la luz apagada, a ver si el otro iniciaba el trámite reconciliatorio. Yo no tenía inconveniente en ser el primero, como en tantas otras veces, pero el sueño empezó antes de que terminara el simulacro de odio y la paz fue postergada para hoy, para el espacio blanco de esta siesta.
Por eso, cuando vi que llovía, pensé que era mejor, porque la inclemencia exterior reforzaría automáticamente nuestra intimidad y ninguno de los dos iba a ser tan idiota como para pasar de trompa y en silencio una tarde lluviosa de sábado que necesariamente deberíamos compartir en un departamento de dos habitaciones, donde la soledad virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a frente. Ella se despertó con quejidos, pero yo no pensé nada malo. Siempre se queja al despertarse.
Pero cuando se despertó del todo e investigué en su rostro, la note verdaderamente mal, con el sufrimiento patente en las ojeras. No me acordé entonces de que no nos hablábamos y le pregunté qué le pasaba. Le dolía en el costado. Le dolía muy fuerte y estaba asustada.
Le dije que iba a llamar a la doctora y ella dijo que si, que la llamara en seguida. Trataba de sonreír pero tenía los ojos tan hundidos, que yo vacilaba entre quedarme con ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé que si no iba se asustaría más y entonces bajé y llamé a la doctora.
El tipo que atendió dijo que no estaba en casa. No sé por qué se me ocurrió que mentía y le dije que no era cierto, porque yo la había visto entrar. Entonces me dijo que esperara un instante y al cabo de cinco minutos volvía al aparato e inventó que yo tenía suerte, porque en este momento había llegado. Le dije mire que bien y le hice anotar la dirección y la urgencia.
Cuando regresé, Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho más. Yo no sabía qué hacer. Le puse una bolsa de agua caliente y después una bolsa de hielo. Nada la calmaba y le di una aspirina. A las seis la doctora no había llegado y yo estaba demasiado nervioso como para poder alentar a nadie. Le conté tres o cuatro anécdotas que querían ser alegres, pero cuando ella sonreía con una mueca me daba bastante rabia porque comprendía que no quería desanimarme.
Tomé un vaso de leche y nada más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis y media vino al fin la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para nuestro departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe. Gloria se mordía los labios y decía sí, que ahí le dolía, y allí un poco más, y allá mas aún. Siempre le dolía más.
La vaca aquella seguía clavándole los dedos y soltando de golpe. Cuando se enderezó tenía ojos de susto ella también y pidió alcohol para desinfectarse. En el corredor me dijo que era peritonitis y que había que operar de inmediato. Le confesé que estábamos en una mutualista y ella me aseguró que iba a hablar con el cirujano.
Bajé con ella y telefoneé a la parada de taxis y a la madre. Subí por la escalera porque en el sexto piso habían dejado abierto el ascensor. Gloria estaba hecha un ovillo y, aunque tenía los ojos secos, yo sabía que lloraba. Hice que se pusiera mi sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el recuerdo de un domingo en que se vistió de pantalones y campera, y nos reíamos de su trasero saliente, de sus caderas poco masculinas.
Pero ahora ella con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y había que irse en seguida y no pensar. Cuando salíamos llegó su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios. Entonces ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a esa fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia obligada que le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para el lunes y, como la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se creía que esto era un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía más fuerte y ella sabía que yo sabía y se apretaba contra mí.
Cuando la bajamos en el sanatorio no tuvo más remedio que quejarse. La dejamos en una salita y al rato vino el cirujano. Era un tipo alto, de mirada distraída y bondadosa. Llevaba el guardapolvo desabrochado y bastante sucio. Ordenó que saliéramos y cerró la puerta. La madre se sentó en una silla baja y lloraba cada vez más. Yo me puse a mirar la calle; ahora no llovía. Ni siquiera tenía el consuelo de fumar. Ya en la época de liceo era el único entre treinta y ocho que no había probado nunca un cigarrillo. Fue en la época de liceo que conocí a Gloria y ella tenía trenzas negras y no podía pasar cosmografía. Había dos modos de trabar relación con ella. O enseñarle cosmografía o aprenderla juntos. Lo último era lo apropiado y, claro, ambos la aprendimos.
Entonces salió el médico y me preguntó si yo era el hermano o el marido. Yo dije que el marido y el tosió como un asmático. "No es peritonitis", dijo, "la doctora esa es una burra". "Ah", "Es otra cosa. Mañana lo sabremos mejor." Mañana. Es decir que. "Lo sabremos mejor si pasa esta noche. Si la operábamos, se acaba. Es bastante grave pero si pasa hoy, creo que se salva". Le agradecí -no sé qué le agradecí- y el agregó: "La reglamentación no lo permite, pero esta noche puede acompañarla."
Primero pasó una enfermera con mi sobretodo y mi bufanda. Después pasó ella en una camilla, con los ojos cerrados, inconsciente.
A las ocho pude entrar en la salita individual donde habían puesto a Gloria. Además de la cama había una silla y una mesa. Me senté a horcajadas sobre la silla y apoyé los codos en el respaldo. Sentía un dolor nervioso en los párpados, como si tuviera los ojos excesivamente abiertos. No podía dejar de mirarla. La sábana continuaba en la palidez de su rostro y la frente estaba brillante, cerosa. Era una delicia sentirla respirar, aun así con los ojos cerrados. Me hacia la ilusión de que no me hablaba sólo porque a mi me gustaba Margaret Sullavan, de que yo no le hablaba porque su compañero era simpático. Pero, en el fondo, yo sabía la verdad y me sentía como en el aire, como si este insomnio fuera una lamentable irrealidad que me exigía esta tensión momentánea, una tensión que de un momento a otro iba a terminar.
Cada eternidad sonaba a lo lejos un reloj y había transcurrido solamente una hora. Una vez me levanté y salí al corredor y caminé unos pasos. Me salió un tipo al encuentro, mordiendo un cigarrillo y preguntándome con un rostro gesticuloso y radiante "Así que usted también está de espera?" Le dije que si, que también esperaba. "Es el primero", agregó, "parece que da trabajo".
Entonces sentí que me aflojaba y entre otra vez en la salita a sentarme a horcajadas en la silla. Empecé a contar las baldosas y a jugar juegos de superstición, haciéndome trampas. Calculaba a ojo el número de baldosas que había en una hilera y luego me decía que si era impar se salvaba. Y era impar. También se salvaba si sonaban las campanadas del reloj antes de que contara diez. Y el reloj sonaba al contar cinco o seis. De pronto me hallé pensando: "Si pasa de hoy ..." y me entró el pánico.
Era preciso asegurar el futuro, imaginarlo a todo trance. Era preciso fabricar un futuro para arrancarla de esta muerte en cierne.
Y me puse a pensar que en la licencia anual iríamos a Floresta, que el domingo próximo -porque era necesario crear un futuro bien cercano- iríamos a cenar con mi hermano y su mujer y nos reiríamos con ellos del susto de mi suegra, que yo haría pública mi ruptura formal con Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro hijos y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el corredor.
Entonces entró una enfermera y me hizo salir para darle una inyección. Después volví y seguí formulando ese futuro fácil, transparente. Pero ella sacudió la cabeza, murmuró algo y nada más.
Entonces todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo y la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.
Entonces extraje la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a ella cuando estuviéramos otra vez en casa, para leérmelo a mi cuando estuviéramos otra vez en casa.
Otra vez en casa. Que bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como la primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer.
De pronto me distraje y pensé en los partidos de hoy, en si los habrían suspendido por la lluvia, en el juez inglés que debutaba en el Estadio, en los asientos contables que escrituré esta mañana.
Pero cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente brillante y cerosa, con la boca seca masticando su fiebre, me sentí profundamente ajeno en ese sábado que habría sido el mío.
Eran las once y media y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza de que acaso existiera. No quise rezar, por estricta honradez. Se reza ante aquello en que se cree verdaderamente. Yo no puedo creer verdaderamente en el. Sólo tengo la esperanza de que exista. Después me di cuenta de que yo no rezaba solo para ver si mi honradez lo conmovía.
Y entonces recé. Una oración aplastante, llena de escrúpulos, brutal, una oración como para que no quedasen dudas de que yo no quería o no podía adularlo, una oración a mano armada. Escuchaba mi propio balbuceo mental, pero escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil, afanosa. Otra eternidad y sonaron las doce. Si pasa de hoy. Y había pasado. Definitivamente había pasado y seguía respirando y me dormí. No soñé nada.
Alguien me sacudió el brazo y eran las cuatro y diez. Ella no estaba. Entonces el médico entró y le preguntó a la enfermera si me lo había dicho. Yo grité que sí, que me lo había dicho -aunque no era cierto- y que el era un animal, un bruto más bruto aún que la doctora, porque había dicho que si pasaba de hoy, y sin embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí frenético, y él me miraba bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía que no tenía razón, porque el culpable era yo por haberme dormido, por haberla dejado sin mi única mirada, sin su futuro imaginado por mí, sin mi oración hiriente, castigada.
Y entonces pedí que me dijeran en donde podía verla. Me sostenía una insulsa curiosidad por verla desaparecer, llevándose consigo todos mis hijos, todos mis feriados, toda mi apática ternura hacia Dios.

Archivo del blog